2. Narcisos frescos

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Lo que mejor recordaba de mi madre era el tatuaje. No era nada especial, sólo una flor con su tallo, grabada en la parte trasera de su brazo. Una mancha de tinta que veía cada vez que ella lavaba los platos o cuando se ponía de puntillas para alcanzar algo en un estante. No veía a demasiadas mujeres tatuadas, de pequeña. Aquello me hacía suponer que mi madre era alguien importante. Unos años más tarde, Robert se tatuaría la misma flor en el mismo lugar, en su recuerdo.

Era más excéntrica que las madres de mis compañeras del colegio. En una ciudad tan variada como San José, no llamaba demasiado la atención, pero sí lo hacía en nuestro barrio. Y, aunque ella era consciente de las críticas de los vecinos, nunca cambió su forma de actuar. Yo no sabía todo eso de niña, pero cuando lo descubrí, no pude más que preguntarme qué clase de mujer era mi madre, como hubiese sido hablar con ella, ahora que ya no era una cría.

Cuando escogió la casa en la que criaría a su familia, mi madre se aseguró de que tuviese un estudio. Todavía estaba estudiando Bellas Artes, pero ya sabía qué sería de su vida. Y no se equivocó. Terminó trabajando desde casa, como ilustradora de cuentos infantiles. Convirtió su taller en un mundo aparte, en el que no se podía entrar sin su permiso. Sólo podía estar con ella si mi padre no estaba en casa, porque no se fiaba de mis hermanos para cuidarme. Cuando me diagnosticaron la insensibilidad congénita al dolor, ellos estaban en esa edad en la que los niños abren los muñecos en canal, para descubrir el misterio de su capacidad de hacer pipí.

De modo que yo pasaba muchas horas con mi madre, en su estudio. Me tumbaba a dibujar en el suelo y no hacía más que mirarla por el rabillo de ojo, mientras ella hacía sus mezclas de colores y se arrepentía de sus bocetos. Siempre se colocaba de la misma forma. A su derecha estaban las acuarelas y a su izquierda un vaso de cristal, donde tres narcisos frescos del jardín perfumaban el ambiente. Me gustaba creer que era como ella, mientras jugaba a ser dibujante.

Ocurrió en verano. Mi padre y mis hermanos recordaban el día y el mes, pero yo lo había eliminado de mis recuerdos. Lo único que tenía claro era que tenía ocho años. Por aquel entonces, yo me había rajado media cara en un descuido, mientras peleaba con mi hermano por un par de tijeras. Todavía resonaban en mi cabeza los gritos de mi madre, mientras me cogía en brazos y me examinaba la herida. Regañaba a mi hermano, ¡un poco más arriba y le sacas un ojo! El mayor miedo de mi madre era que me desfigurase o tuviesen que amputarme algo por una irresponsabilidad. Cuando comencé a destrozarme la lengua y la punta de los dedos, los médicos recomendaron que me extirpase todos los dientes. Ella se negó y trató de evitar todo tipo de percance. Pero había algunos que se escapaban de sus manos, como ese corte. Me taparon los puntos con una gasa y una mano golpeaba la mía, cada vez que intentaba rascarme. Mi madre me había advertido que no me tocase la cara, ese mismo día.

Los médicos no lo descubrirían hasta más tarde, pero mi madre tenía varios antecedentes familiares de enfermedad de las arterias coronarias. Era algo que habían sufrido sus abuelos y sus padres y ella misma lo llevaba en su genética. Sin embargo, lo ignoraba. Todavía era muy joven para preocuparse por su salud cardíaca. De modo que el paro que sufrió fue completamente inesperado. Ella estaba en el estudio, en una de esas mañanas calurosas en las que sólo me apetecía estar tumbada en el suelo, sin hacer nada en concreto. Por esa época, mi padre había terminado su etapa de residencia en el hospital. Le habían ofrecido una beca de investigación y ahora estaba estudiando, así que pasaba los fines de semana en casa.

Mis padres llevaban más de media mañana discutiendo. Había comenzado en el desayuno y mi padre había terminado siguiendo a mi madre hasta el taller. Era una estupidez. Mis padres no solían pelearse y mucho menos por cosas serias. Mi madre se sentó detrás del escritorio, negando con la cabeza, mientras mi padre se movía de un lado a otro. Yo los miraba en silencio, sentada en el suelo. Luego mi madre comenzó a encontrarse mal. Mi padre tardó un momento en darse cuenta. Se dio la vuelta, cuando ella se levantaba, blanca como el papel.

-¿Qué te pasa? -alcanzó a preguntar, antes de que mi madre perdiese el conocimiento.

Mi padre llegó a ella de una zancada y la sostuvo entre sus brazos. No me moví. Había algo de aterrador en la imagen que ocurría delante del ventanal. Mi padre, todavía en bata, abrazaba el cuerpo inerte de mi madre. Ya había reanimado a varias personas en urgencias, pero no esperaba tener que hacerlo con su mujer. La tumbó en el suelo, sin dejar que los nervios le nublasen el juicio y llamó a Robert a gritos.

-¡Pide una ambulancia!

No llegué a ver cómo le realizaba la reanimación, porque todo pasó detrás de la mesa y yo estaba demasiado asustada como para moverme. Seguía quieta en mi sitio, cuando, varios minutos después, llegó la ambulancia y los paramédicos irrumpieron en el estudio. Mi padre se mantuvo lúcido en todo momento, explicando lo que había ocurrido, los síntomas que creía haber reconocido y dando indicaciones a todo el mundo. Robert vino a buscarme antes de que se la llevasen.

Gracias a la rápida actuación de mi padre, lograron estabilizarla, pero no pudieron hacer mucho más. Pasó los siguientes meses en un estado de inconsciencia perenne, reducida a un pedacito de carne en una camilla. Nos encontramos los cuatro solos, esperando a que ocurriese algún milagro. El médico había sido claro con su veredicto. Las probabilidades de que despertase eran tan bajas, que apenas valía la pena esperarlo. Sobre la mesa quedaba la opción de desconectarla sin más dilación. Mi padre no se dejó convencer. Estaba seguro de que pronto todo volvería a la normalidad. La visitaba cada día y le hablaba. A veces de algo que habíamos hecho mis hermanos y yo, otras de todo lo que cambiaría en su comportamiento cuando ella se curase. También se ocupaba de que siempre hubiese narcisos en su mesita. Quería que viese cosas hermosas cuando recobrase el conocimiento. Más tarde, se empezó a desesperar.

-Patricia, despierta -le pedía, le acariciaba la cabeza, rezaba sus oraciones de hombre ateo y se tragaba las lágrimas.

Comencé a echar de menos a mi madre y durante varios meses seguí entrando en su estudio, buscaba algo que pudiera distraerme. Todo seguía igual. La caja de las acuarelas abierta, los narcisos marchitos y un dibujo a medio acabar. Era el boceto de un hombre barbudo en pijama. Le faltaban las manos, porque no había llegado a terminarlo. Había sido su último trabajo, era lo que se disponía a terminar la mañana del paro. Por puro egoísmo robé el boceto y lo escondí mi libreta de dibujos. Mi padre lo buscó sin descanso, pero no lo devolví. Ahora era mío.

Murió una tarde de diciembre, eso sí lo recordaba con claridad. Nos recordaba a mi familia y a mí, los cuatro en el pasillo, mientras el médico nos lo explicaba todo con parsimonia. Recordaba como lloró mi padre y recordaba cómo yo intenté estirarme para ver qué ocurría en la habitación, pero había demasiada gente. Todo aquello, incluso el momento en el que mi padre me soltó la mano, había quedado grabado a fuego en mi memoria.

A partir de entonces, nada fue igual. Nuestro padre nos dejó de lado. Estaba demasiado dolido y sólo podía centrarse en el trabajo. Y nosotros quedamos desamparados. Robert se ocupada de cuidarnos tan bien como podía, pero sólo tenía doce años, acababa de perder a su madre y no sabía cómo llevar una casa adelante. Nadie nos ayudó a lidiar con la pérdida. Yo era una niña. No comprendía qué ocurría cuando alguien tan importante como una madre moría. Aún tendrían que pasar unos años para que lográsemos recuperar el equilibrio de nuestras vidas.

La estrella que más brillaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora