Capitulo vi.

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El Consejo.

Dentro de los arbustos silvestres y grandes abetos, olivos y ginkgos; se apreciaban los movimientos constante y veloces entre la gigantesca arboleda y maleza. El sonido de las hojas al rozar, el crujir de las ramas, donde al dulce sonido del mismo bosque establecía una compañía junto continuo galope de los cascos de un caballo acompañado del ululeo de un ave y el aullido de un lobo. Aquellos sonidos era la prueba viviente de los animales en aquel bosque, donde en cada momentos se encontraban unidos, recorriendo los prados de aquel inmenso lugar. El caballo corría a la par del lobo, solamente unos pocos centímetros se lograban superar pero entre ambos, de manera veloz y audaz, esquivando y saltando los obstáculos del suelo, mientras por encima de ellos el ave planeaba y volaba entre y sobre los árboles, dándoles carrera necesaria para que la siguieran. Nada calmaba más que una excursión por los grandes prados verdes para aquella inusual manada, siguiendo los instintos animales a donde los llevara, intercalando liderazgo de incursión. Se podían pasar horas y horas jugando entre ellos y cuando sus cuerpos merecían un descanso necesario, se dirigían a la rivera. Un arrollo o río alejado de su hogar, más allá a los confines de las colinas y bosques vecinos a ellos. Pero entre tanto alboroto, cuando anunciaban su angustia y necesidad de reposo por medio de sus propios métodos, entre los tres se detenían y se orientaban hasta que uno se encaminaba primero y luego a la par.

Una vez llegado a la rivera, sus movimientos disminuían hasta poder distinguir la hierba con la grava del río, observándose completamente la tranquila corriente de la cristalina agua, capaz de ver una gran cantidad de peces nadando por ahí, donde los rayos de Sol se reflejaban, y reluciendo hasta las rocas que—por debajo del agua—pareciendo diamantes, creando tenues brillos. La ventisca siempre aparecía en aquel lugar, acompasando junto a la misma tranquilidad y calma. El primero en pisar el conjunto de piedras pequeñas fue el lobo; quien comenzó a ladrar de forma alegre, triunfante, sacando su lengua entre jadeos por el cansancio. Ahí le siguió el ave; quien aterrizó con gracia y delicadeza, ululando de manera feliz. Al último, pero no menos importante, el caballo; quien relinchó de igual manera. Pero entre todos, cansados. No fue hasta que llegaron completos cuando una luz cálida rodeó a los tres animales por completo, teniéndolos en una cúpula que duró unos segundos explotando a su paso, y en su lugar aparecieron tres chicos. Entre ellos, las sonrisas eran notorias en sus rostros, añoraban aquel hermoso recorrido y pasaje, se podía recordar viejos momentos unidos y destrozas peleas, compartiendo momentos con sus viejos amigos junto al cuarteto de chicos animagos ahí presente.

Entre su grupo, el primero en caer sobre la graba fue Ara, quien jadeó y gruñó por el exceso de ejercicio que le impartían sus hermanos desde siempre. Alex, quien era la menos perjudicada—aunque no tanto—se recargó sobre un árbol para tomar sombra. Y Edward, quien reposaba sobre sus propias piernas, sonrió ladino, transformándose nuevamente en un lobo, corriendo de allí para allá, lejos de las chicas y del río. Cuando notó las miradas de sus amigas sobre de él, ladró meneando su cola, hasta que salió corriendo directo al río. Visualizó una roca cerca, donde subió a ella y se impulsó, elevándose por los aires, destransformándose. Vuelto una vez en humano, logró hacer un clavado en el río. Se sumergió de manera perfecta, logrando nadar un poco debajo del agua hasta poder salir a la superficie, donde las chicas le miraban con una sonrisa. Edward, sonrió también, gritando eufórico un «wujú». Ara le siguió, ella se transformó, tomando el vuelo necesario logrando una altura de 20 metros hasta estar exactos, cayendo luego en picada, y cerca de los 5 metros se destransformó, girando en el aire hasta sumergirse. Alex sólo los miraba divertida. Tanto castaña como peli-azul jugueteaban entre el agua, se permitían luchar cuerpo a cuerpo si es que era necesario, pero las jugarretas entre ellos eran las mismas. Se aventaban sobre el cuerpo del otros, hundiéndose lo más posible, sumergiéndose por el agua y tomarlo por los tobillos, subiéndose sobre los hombros y dejarse caer de espaldas. Si, a veces eran bruscos, pero así siempre se facilitaban el ejercicio y la diversión, aunque al final terminaran con un moretón cada uno.

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