Completamente locos

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Definición de LOCURA según la Real Academia Española:

1. f. Privación del juicio o del uso de la razón.

2. Acción inconsiderada o gran desacierto.

3. Acción que, por su carácter anómalo, causa sorpresa.

4. Exaltación del ánimo o de los ánimos, producida por algún afecto u otro incentivo.

Perfecto. Realmente perfecto. Jodidamente perfecto. No podría haber leído una cosa mejor antes de salir de casa esa tarde. No señor. Cuatro definiciones de LOCURA, que era exactamente lo que iba a hacer. Mal, iba a salir todo mal. Desde luego, lo que iba a hacer concordaba al cien por cien con la segunda acepción: algo desacertado. Muy desacertado. Lo barruntaba. Lo auguraba. Ya podía ver mi nombre en las necrológicas sentimentales del periódico. Pero, ¿qué burradas decía? ¿Necrológicas sentimentales? De todos modos cabeceé un par de veces mientras el autobús me llevaba, como a tantos otros, a una antigua y arbolada calle de Brooklyn, donde se encontraba un hotelito modesto y encantador en el que supuestamente él y yo íbamos a vernos.

Durante más o menos un año estuvimos hablando. ¿Hablar? Quizá no es esa la palabra que más convendría usar. No hablábamos. Tecleábamos. Tú, sí, el que lee esto: coincidimos en un chat. Has acertado. Empezamos a chatear como quien no quiere la cosa, de tal suerte que poco a poco nos dimos cuenta de que concordábamos en mil aficiones, gustos y horronías. El caso es que Kerrick en una ocasión propuso una cita. Me ilusioné enseguida, y acepté sin pensarlo siquiera. Una vez apagué el ordenador me di cuenta de la locura que acababa de perpetrar. ¿Yo, quedar con un desconocido? Pero, ¿es que estaba mal de la cabeza? ¿En qué estaba pensando? Obviamente, en nada razonable.

Y darme cuenta de eso me sentó aún peor, mientras el fuerte aguacero típico del otoño dejaba los cristales del autobús empañados y embarrados. Ni siquiera tuve ganas de levantarme de mi asiento y salir por la puerta trasera cuando me dejó a pocos metros del hotel. No podía negar que era muy bonito, de ladrillo rojo y decorado a la antigua. Pero, ¿acaso tenía que importarme eso? ¡Había quedado con un chico para acostarme con él! ¿Es que no tenía cerebro? No, no lo tenía.

Pero bajé del autobús, subí las escaleras bajo la lluvia, abrí la puerta y entré. Me recibió una señora huesuda de sonrisa mellada. Olía a naftalina y a tabaco. Poco erótica, la buena mujer. Le pregunté en qué habitación estaba el señor Kerrick McNally. Ella alzó una ceja como si la molestase, y al poco me indicó que subiese por las escaleras hasta la habitación número 7. El de la suerte. Menuda mofa. Le di las gracias con la cara larga y subí arrastrando los pies.

La puerta de la habitación estaba entreabierta. Por la rendija salía un fulgor aterciopelado. El sonido de la lluvia no conseguía mitigar el dulce segundo movimiento de la Sinfonía Número 3 de Brahms. Siempre me había encantado esa melodía. Llamé tímidamente, y al poco la puerta cedió. Allí estaba Kerrick, tal y como le había visto en las fotos de Facebook: alto, guapo, moreno, bien formado, con los ojos penetrantes y un hoyuelo en la mejilla. No me había engañado.

Y, ¡horror! Ocurrió lo que menos esperaba que ocurriera. Sin comerlo ni beberlo, fluido vaginal. A raudales. A litros. ¡Pero bueno! ¿Es que tampoco podía controlarme en ese aspecto? Estaba empezando a cansarme seriamente de mí misma cuando Kerrick me invitó a pasar.

-Hola, Ewae. Estás muy guapa -me dijo, tímido. Su voz era dulce, suave, como si no quisiera alzarla más de lo necesario. Disimulé mi malestar y entré. Kerrick cerró la puerta y llegamos a una habitación, pequeña y poco iluminada.

-Gracias -contesté yo, carraspeando aparatosamente. Mis recuerdos se nublan un poco entre ese escueto "gracias" y lo que aconteció después. Y lo que aconteció fue tan increíble que aún hoy me maravillo. Hablamos poco. No teníamos mucho que decirnos. Nuestros labios se unieron a toda prisa, como si hubieran estado mucho tiempo famélicos. Nos abrazamos como si nos hubiéramos echado de menos, como si con ello pudiéramos darnos la vida que hasta entonces nos había faltado. Las caricias se sucedieron. Las palabras de cariño y de pasión corrieron como torrentes e impregnaron el ambiente. El aroma de aquellas palabras se mezcló con el olor a sexo. Un sexo poderoso basado en el instinto.

No pasó mucho tiempo antes de que quedáramos desnudos el uno ante el otro, cubriéndonos de besos y de mordiscos. Kerrick parecía tan tímido a simple vista... Pero no. Decididamente no lo era. Y me besaba como si nadie más en el mundo fuese tan importante como yo. Y yo respondía de igual modo. El mundo entero parecía haber desaparecido.

Caímos sobre la cama. Yo me tendí cuan larga era, y Kerrick, sobre mí, empezó a pasear su lengua juguetona por mi pecho. Lamió uno de mis pezones y logró ponerme la piel de gallina. El corazón iba a reventarme, y adiviné que el suyo estaba en iguales condiciones. Sus besos y lametones bajaron por mi vientre al tiempo que sus manos, calientes y nerviosas, correteaban por mi piel, arrancándome escalofríos por donde pasaban. Cerré los ojos y me concentré en ese placer exquisito que Kerrick me regalaba a cada segundo transcurrido. Su boca llegó a mi ombligo. Metió su lengua en él, y poco después bajó aún más. Me besó el pubis y me lamió la vulva. Yo estaba hinchada, deseosa, anhelando más. Kerrick estaba excitadísimo, y comprobé, bajando la mirada, que había empezado a masturbarse, mientras con la otra mano me acariciaba los muslos y me indicaba sin palabras que quería que abriese las piernas. No le hice esperar. Y tampoco me hice esperar. No quería. Abrí mis piernas y dejé mis entrañas al descubierto, expectantes, ardiendo de deseo. Con la mano que le quedaba libre me acarició y llegó a introducir un dedo. Gemí, echando la cabeza hacia atrás. Kerrick suspiraba mientras se daba placer a sí mismo. Con aquel índice juguetón emuló por unos segundos su miembro, entrando y saliendo de mí acompasadamente.

Le susurré algo, una cochinada, alguna obscenidad. Kerrick me miró durante un instante, sonrió y me respondió otra. Yo ya no sabía cómo decirle que me follase de una maldita vez. Fue entonces cuando pareció entender mis pensamientos. Se colocó mejor sobre mí y me penetró, con fuerza, con contundencia, salvajemente. Yo me estremecí. Tenía el miembro grande, duro, hinchado, casi hirviendo. El placer se hizo intensísimo, y nuestros gemidos se volvieron alaridos. El somier de la cama empezó a chirriar de una forma brutal, y oímos quejas de otros inquilinos en la habitación de al lado. Creo que aquellas voces nos excitaron aún más. Los minutos de goce se sucedieron, y la cadencia de nuestros movimientos se acentuó. El orgasmo nos llegó a la vez. Dicen que es muy difícil que ocurra eso, es cierto, pero esa tarde nos vino a la par. Gritamos, gemimos, aullamos. Nunca había sentido nada parecido. Le clavé las uñas a Kerrick en la espalda, y él me abrazó tan fuertemente que casi me dejó sin respiración. Eyaculó dentro de mí y al escuchar su gemido postrero tuve un segundo orgasmo, más corto pero más agudo. Su líquido caliente me llenó por dentro, y al poco caímos juntos sobre las sábanas. Jadeábamos como animales.

Yo estaba cansadísima, pero irradiaba una felicidad que nunca había alcanzado hasta ese momento. Mis encuentros con hombres jamás habían sido muy buenos. Pero Kerrick era especial, y esa noche tuvo oportunidad de demostrármelo. Lo cierto es que tuvo más noches, muchas más noches para hacerlo.

En cuanto nos calmamos, todo cuanto pude decirle fue una simple fórmula, una fórmula que, pese a lo usada que está, siempre estará vigente:

-Te quiero.

Kerrick me miró con los ojos vidriosos y la sonrisa plácida. Me besó con una ternura increíble y me susurró:

-Yo también, pequeña. Mucho.

***

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