Prólogo

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De carnes tersas, dermis brillante, un depredador aguarda en calma, con los ojos cerrados y la sonrisa gigante, sonríe porque puede y porque sus dientes enamoran, sonríe porque vive y porque eso es lo que importa.

Espera y espera, sonriendo, delirante, escondiendo tras brillantes dientes un dolor salvaje.

Los humanos, a fin de cuentas, pertenecen al reino animal y los animales no tienen la necesidad de vestirse. La naturaleza los baña, la brisa los acaricia, el Sol los adora, la Luna los guarda; en las noches de Luna llena, ella espía, voyerista, escenas pasionales en nidos que no son suyos, con la piel expuesta y las ropas lejos de los cuerpos, el sudor en cada poro y el corazón latiendo intenso. Así le gusta ver a los humanos, en su esencia, en toda su naturaleza.

Y a quienes todavía comparten ese placer, de no llevar ropas y aun así vivir bien, se les otorga el más benévolo de los compañeros, pues su pureza lo amerita. Se les entrega en manos, cual mascota recién nacida, la inocente presencia de una criatura viva, de felicidad intensa, carnes limpias, para que disfruten, para que vivan.

Por supuesto, ambos individuos compaginarán, pues comparten el mismo origen puro, sin ataduras, sin impedimento alguno, para vivir tal y como deben en un pequeño lecho.

El dolor original del primero de los dos, se desvanece en enseñanzas y el descubrimiento del amor, un amor que llena y que no lastima, que acaricia desde las entrañas y besa las heridas. Y las heridas se cierran y ya no hay espacios huecos sin conocimiento, la toxicidad se aleja y espera desde un pequeño cimiento una eternidad bienaventurada en la que podrán jurarse su amor férreo.

El joven que desnudo en su hamaca me enseñó a vivirDonde viven las historias. Descúbrelo ahora