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En el trascurso de la mañana calurosa, los pájaros cantaban, entonaban sonoras galimatías al aire desde el ápice de los verdes árboles. Los rayos lacerantes de luz solar se entrometían a nuestra casa a través de los minúsculos hoyos en el tejado viejo y oxidado; los felinos sobre los muebles descansaban desgarbados, tan acalorados como yo; tan cómodos que ni siquiera disponían de ánimos para levantarse y pedir alimento.

Las astillas del viejo banco de madera se incrustaron en la desnudez de la carne de mis muslos en el momento en que me senté para desayunar junto a mi hermanita frente a la rústica mesa desgastada e inestable que empleábamos como comedor. Mamá sirvió los platos, Mairín balanceó sus pequeños pies bajo la mesa.

Me encorvé para tomar el trozo de pan caliente sobre el plato, con ambos codos apoyados sobre la mesa y mastiqué, mientras las gotas saladas se resbalaban por mi frente.

—¿Qué debemos traer hoy, mamá? —inquirió la pequeña.

—Hoy está bien si solo es maíz, cariño —Mamá se encogió de hombros, regalándole a Mairín una sonrisa tierna, mientras rellenaba los vasos de cristal con jugo de naranja fresco—. Vayan con cuidado, como siempre y, Shea, más tarde te cortaremos el cabello, ya te cubre los ojos.

—Sí, mamá —afirmé, tomando de un sorbo la bebida.

Los dedos largos y delgados se pasearon por mi cuero cabelludo revolviendo los mechones que caían, lacios, brunos y sudorosos sobre mi frente.

Mamá caminó a su habitación, yo recogí los platos y los llevé a la cocina para lavarlos mientras mi hermana corría inquieta, despidiéndose de los gatos, por toda la casa.

Al salir de la cocina, ambos nos dirigimos a la pequeña habitación mohosa que compartíamos, le coloqué a Mairín sus zapatos y yo me puse los míos.

—¡Adiós, mamá! —gritó la pequeña antes de salir corriendo con sus pequeñas piernas hacia los pastizales, con su vestido rosa levantándose con el viento y el cabello suelto flotando en el aire.

Mi madre le respondió de vuelta, aunque Mairín no escuchó porque ya se había alejado y yo, sonriendo tras ponerme mi sombrero de paja, corrí tras la menor.

En casa solo éramos mi madre, mi hermana y yo, ellas eran las únicas personas que conocía, así que me esforzaba por cuidarlas a ambas como mis tesoros, ellas me habían enseñado a ser yo, cariñoso, amable, cordial y delicado. Claro que sabía que había más personas en casas lejanas; como el padre de mi hermanita, un viejo hostil y perspicaz que solo había visto un par de veces. No conocía mucho a la gente que se involucraba con mamá, porque todos los días salía a recoger lo necesario para nuestra alimentación, o de vez en cuando, cargas más grandes de vegetales para vender en el pueblo.

Nos desarrollábamos en medio del campo, numerosas hectáreas de terreno cultivado de diferentes frutas y vegetales; de eso nos abastecíamos.

Hacía unas semanas había cumplido mis diecisiete años. Todo lo que hacía era manipular los cultivos como veía que los obreros lo hacían cuando yo era menor; no recibí educación de ningún tipo, mamá apenas me enseñó las bases de leer y escribir además de los cálculos matemáticos para manejar el dinero.

Mairín tenía ocho años. Mamá decía que era igual a mí, con su cabello negro, liso y los ojos profundos, oscuros, que se volvían pequeños cuando sonreía con sus labios rosas, resaltantes en la suave piel pálida. Luego de cumplir seis, mamá permitió que fuese conmigo a recoger los vegetales todas las tardes.

Llevé la bolsa para las verduras y se la entregué a Mairín, quien esperó antes de hundirse entre los cultivos de maíz.

—¡Tú por allá y yo por aquí! —señaló juguetona—. ¡Recoge solo los bonitos!

El joven que desnudo en su hamaca me enseñó a vivirDonde viven las historias. Descúbrelo ahora