-4- Entre los árboles

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- ¿Quién era ese Kayla? - me preguntó Caleb retirando la mirada de la carrera por un breve instante para contemplarme a mí, que no pensaba mirarle por nada del mundo, sabía que mi hermano no había hecho nada, pero al mandarme marchar de la gasolinera había perdido, tal vez, la única oportunidad que tenía de saber quien era de verdad Darren,  por qué había aparecido en mis sueños de la noche anterior, y lo más importante de todo, por qué yo sabía que lo conocía, pero no lograba acordarme de que....yo, que recuerdo todo.

-No le conozco, Caleb. - murmuré empañando ligeramente la ventanilla del copiloto. Hice una breve pausa, y cogí levemente aire. - No me gusta Iowa, no hace calor cuando tiene que hacer y en invierno no para de nevar... ¿por qué...?

-¡Basta ya!  - gritó mi hermano sobresaltándome, es cierto que, pocas veces pierde los nervios, y menos conmigo. - Es suficiente. Quedan cinco kilómetros hasta llegar a Roland, ¿crees que podrás dejar de quejarte durante lo que queda de viaje?

No le contesté e hice caso a su propuesta...me la tomé tan a pecho que no le hablé en todo el día. No comenté lo ridículas y ordinarias que me parecían las vallas blancas que todas las casas, incluida la nuestra, tenían alrededor del jardín, no dije lo que opinaba realmente de aquella casa, que quizá, y solo quizá, algún día podría llegar a agradarme, si nos quedábamos el suficientemente tiempo en aquel pueblucho como para que mi interior desarrollase sentimientos hacia...nuestro nuevo hogar, tampoco admití que mi habitación, a mi punto de ver que rozaba prácticamente la perfección, con su enorme cama y blancas paredes en las que ya me imaginaba todos los dibujos que iba a pintar en un futuro no tan lejano.

-Kayla. - me llamó mi hermano desde la puerta de mi habitación, se apoyó en el marco de la puerta y continuó hablando. - Siento lo de antes...ya sabes que yo no...

-¿Te fías de nadie...? Sí, lo sé. - le interrumpí sin pensarlo.

- Pero lo conoces...sé que lo conoces, Kayla; si no, no te habrías molestado ni en hablarle, ¿o me equivoco?

No le contesté, si no que miré por mi ventana, a lo lejos, entre la masa uniforme y verdosa, como los ojos de mi hermano, que se imponía ante mí; un gran bosque se extendía más allá de donde mis vista alcanzaba a ver, detrás de nuestra casa, silencioso, profundo...deseoso de que alguien se adentrase en él.

-Kayla. - susurró Caleb.

-Le recuerdo, sé que lo he visto antes, pero...no consigo... - dejé de hablar.

-¿Qué..?

-No sé de que...no se por qué me acuerdo de él, ni donde lo he visto...no consigo recordar absolutamente nada. -admití mirando a mi hermano que se frotó con fuerza el puente de la nariz y suspiró de tal manera que hasta a mi me llegó parte de su aire expulsado.

-No hagas tonterías, tengo un trabajo pendiente aquí, ¿de acuerdo? - me advirtió.

-Pero hermanito, ¿qué es lo que podría hacer yo aquí más que tumbarme en el césped y dejar que los bichos me devorasen? Además, no soy como tú, los genes de la belleza fueron todos para ti, paso desapercibida, tranqui. - le dije bromeando mientras le guiñaba un ojo.

-Por favor, Kayla, no digas estupideces. - dijo dándome la espalda- lo digo en serio eh, si pasas desapercibida, ahora quiero que seas invisible y...aléjate de ese chico.

- A sus órdenes.

Fui hasta el pie de la cama, estiré los brazos y me lancé sobre el blando colchón que amortiguó mi caída; entrelacé los dedos sobre el vientre y me quedé contemplando el techo tan blanco y limpio como los primeros copos de nieve que caían en los gélidos inviernos. No pensé en nada, o al menos intenté no hacerlo, pero...ese chico no paraba de aparecer con esa carismática sonrisa siempre que cerraba los ojos, así que decidí adentrarme en aquel bosque que minutos atrás me había llamado tanto la atención. Cogí un chupa-chups de la chaqueta de Caleb, la cual la había dejado tirada en una de las sillas de la cocina, la doblé con mimo y la puse con cuidado sobre la misma silla en la que estaba, me giré y me tropecé con una de las pocas maletas que llevábamos siempre con nosotros, bueno, de hecho eran solamente cuatro, y para estar siempre trasladándonos de un lugar a otro me parecían demasiadas incluso: una era mía, la más grande, las dos medianas eran las de mi hermano, y la última, que no era ni grande ni pequeña tan solamente contenía...recuerdos, todas aquellas cosas a las que nos apegamos y que no quisimos abandonar en el pasado, si no llevarlas con nosotros siempre, en nuestro presente.

Salí de la casa cerrando suavemente la puerta de madera barnizada, me coloqué bien la chaqueta vaquera sobre mi cuerpo ya que los vientos del cercano otoño se iban haciendo presentes.

No miré el reloj en ningún momento, pero supe que por lo menos había estado una hora fuera de casa, y aunque aún seguía en el bosque y no me apetecía volver me obligué a mí misma a volver a la nueva casa, comenzaba a anochecer, quizá Caleb ya había regresado a casa y tampoco me apetecía que se preocupase por mi paradero; iba andando, arrastrando junto conmigo las marrones hojas de los árboles que yacían inertes en el suelo, cuando un ligero escalofrío me recorrió todo el cuerpo haciendo que me replantease si haber ido al bosque había sido una buena idea, me giré para contemplar por última vez la masa verdosa que crecía tras de mí y decididamente eché a correr hacía la seguridad de la casa.

Cuando llegué al porche trasero me permití apoyarme en una de las paredes de madera y agacharme para recuperar el aliento perdido y abrí de nuevo los ojos para contemplar el rojo atardecer: un sol naranja hizo que los entrecerrase  para que la luz del mismo no me afectase tanto y me permitiese ver algo, aquella luz que se filtraba entre las copas de los árboles, prolongando sus sombras, como si quisiesen atraparme, sacudí la cabeza para desechar la idea y entré jadeando, todavía, en casa y atravesé el pasillo dirección a la cocina.

-¡Caleb,  ya estoy aquí! – grité para avisar a mi hermano de que estaba en casa.

Cuando llegué a la cocina me detuve de golpe.

Jamás lo hubiese creído, nunca me lo habría imaginado.

Pero ahí estaba, bajo la intranquila mirada de Caleb que también me escrutaba a mí con preocupación, junto a una mujer bajita rubia que nos sonreía amablemente y nos ofrecía una bandeja entera de lasaña que mi hermano cogió y metió en el frigorífico.

Ahí estaba, acariciándose la nuca, nervioso, como siempre hacía.

Y me sonrió

El chico de los ojos grises.

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