El convento de Albiano

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El Abad Rumple se encontraba en sus aposentos inclinado sobre un libro grande, voluminoso, de portada roja aterciopelada, con detalles dorados. Su atención puesta en él era desmedida, y de vez en cuando volvía atrás las páginas para releer algo que no había entendido. A su lado, algunas hojas sueltas donde hacía pequeñas anotaciones. Estaba vestido con una túnica sencilla, blanca sin ningún ornamento en ella. Era su hora de estudio y solo estaba esperando a que diera la hora de las oraciones del atardecer para realizar la celebración antes de la cena. Llamaron a la puerta. Calmadamente, cerró el libro y lo colocó sobre la pila de las hojas de anotaciones.

-Adelante- continuó sentado y esperó a que la puerta se abriera. El monje Killian entró sonriendo y le agradeció a la monja que lo hubiera conducido hasta ahí.

-¡Vuestra paternidad!- se dirigió a Rumple haciéndole una reverencia para después besar el dorso de la mano del Abad.

-Pensé que llegaríais más pronto, hermano Killian.

-El traslado hasta aquí no ayudó a la velocidad de mi viaje- el Abad hizo un gesto para que el monje se sentara en la silla a su lado.

-Imagino que no, esta región es muy ruda, con pocos recursos, las personas son, en su mayoría, aldeanos ignorantes y comerciantes demasiado astutos para ganarse nuestra confianza-Killian miraba toda la estancia reparando en algunos detalles peculiares que, en un convento normal, no existían. En realidad, el Abad vivía allí como el Papa en el Vaticano- cama confortable con ropajes finos, cortinas gruesas en las ventanas, una gran alfombra mullida y otros muebles en perfecto estado, al contrario que el resto del edificio según sus primeras impresiones, pero Runple también lo observaba mientras hablaba-Creo que vuestros estudios se vieron interrumpidos por culpa de este largo viaje. ¿Pretendéis quedaros por mucho tiempo?

-Creo que habéis leído toda la correspondencia del Cardenal- sonrió Killian –Espero no demorarme tanto, o si no mis alumnos se verían perjudicados. Necesito solo una hermana para ayudarme en mis responsabilidades para con el Cardenal y, si todo va según espero, no me llevará más de una semana- Rumple no expresó ningún cambio en su semblante, pero no le gustó nada el tiempo que el monje pretendía quedarse.

-Será un placer teneros aquí estos días, hermano Killian- se levantó –Podréis llevarle al Cardenal las pruebas de nuestra necesidad de una madre superiora y más novicias. Los trabajos aquí son duros y no disponemos de tantas hermanas como, ciertamente, habéis podido ver-Killian, al darse cuenta de que el Abad quería terminar la conversación, se levantó también y Rumple le dio instrucciones –Buscad a Aurora, ella será vuestra ayudante.

-¿Aurora?- a Killian le extrañó que la llamara por su nombre, pues las monjas, en general, recibían nombres de bautismo tras sus votos, pero Rumple se explicó sabiamente.

-Aún no ha completado sus votos, por eso estará más dispuesta a ayudaros, ya que ha llegado hace unos días- dijo serenamente. El monje no mencionó nada más, miró a su alrededor de nuevo y salió. El Abad se quedó pensativo durante unos segundos, pero enseguida volvió a su libro.

El hermano Killian caminó por los pasillos del convento observando su estado, parecía un castillo abandonado tras un saqueo, la ausencia de mobiliario producía un eco fúnebre con cualquier sonido, hasta el silencio era ruidoso, ponía de los nervios. Había algunos cuadros pintados por las monjas a juzgar por la calidad y las firmas en las telas. Anduvo hasta un vano mayor donde percibió que la iluminación era fuerte, pues había antorchas diseminadas por todo el lugar-las monjas más viejas estaban recogiendo lo que habían tejido en sus ruecas, otras más jóvenes se encargaban de la limpieza del sitio, y estaban apuradas, ya que en minutos comenzaría la liturgia. Vio a dos muchachas con hábitos blancos y se acercó, pues, por la apariencia, una de ellas sería Aurora.

La libertad y la oscuridadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora