La Ley del más Apto

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Una noche, oscura como ninguna, tan negra que no podías ver tu mano al frente de tu cara, todos dormían plácidamente, pero una figura larga y delgada reptaba rápida y silenciosamente por las paredes y deslizándose por un pequeño agujero en el techo penetraba en el tranquilo recinto.

La serpiente saca su lengua y la agita mientras hace su característico sonido, con su cabeza abre un poco la puerta de una tosca habitación, un pie sobresalía de una rústica cama.

La serpiente sube por el pie de aquel durmiente llamado Miguel, dando vueltas alrededor de su cuerpo lo sujeta y lo comienza a apretar.

Miguel ya está despierto, pero la fuerza de la boa le está comprimiendo los pulmones y eso le impide gritar.

Si no hace algo, morirá asfixiado en una muerte lenta y dolorosa, la boa se lo comerá de un sólo bocado y sus acompañantes jamás sabrán que fue lo que paso con el.

Pero Miguel se rehúsa a morir de esa manera, y con su último ápice de fuerza mueve su brazo y tumba algo que ahí estaba, en la oscuridad no se podía alcanzar a ver lo que era, al caer, el estruendo que hace despierta a Javier y a mi.

—¿¡Qué pasa!?—Gritó Javier—¿Que se cayó?—

—¡Miguel! ¡Miguel!—Lo llamé—

—¡¡¡Hmmpf!!!—era lo único que se le entendía a Miguel—

—¡Javier! ¡Trae la linterna!—le ordené—

El corrió a traerla, la linterna era de aceite, la teníamos en la lancha por si se acaba la batería de la otra.

El llegó y pudimos ver la gigantesca serpiente, una boa, era de un verde esmeralda que parecía brillar y reflejaba la luz de la linterna.

Tome un cuchillo del piso y lo clave en descomunal serpiente, dejando una cortada en el vientre de dicha bestia.

La boa deja de presionar fuertemente a Miguel, el cual rápidamente se la quita de encima, pero la serpiente se va reptando con rapidez y con la cola accidentalmente golpea a Javier, este cae en el piso y la linterna se rompe, dejando que el aceite se derrame a borbotones.

La llama toca el aceite y todo se prende en fuego con rapidez.

—¡Salgamos de aquí!—Gritó Miguel—

—¡A la playa!—Exclamó Javier—

La cabaña, al ser de madera se prendió también con velocidad, Javier tenía la palma de la mano embarrada de aceite, también se prendió.

Corrimos a la playa y Javier metió la mano en el agua salada mientras se retorcía de dolor, hace casi un mes o dos que no llovía, la hierba estaba seca, al igual que los árboles, el fuego se extendía en todas direcciones, consumiéndolo todo a su paso, la luz que emanaba todo ese fuego era cegadora y parecía que podía verse a kilómetros y kilómetros de distancia, hasta que llegó un punto en el que la intensidad de los vapores y el calor del fuego nos hicieron desmayarnos.

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