9. El gato negro

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CAPÍTULO 9

"El gato negro"

—Sabía que vendrías. —El hombre sonrió, recostándose en su silla con las manos entrelazadas en su regazo. —No sabía si para confirmar por tu propia mano que estás muriendo, o para pedir una oportunidad de seguir viviendo. Vamos, toma asiento. —Me indicó con la cabeza a la silla que tenía frente a su escritorio, pero ni siquiera me molesté en mirarla. Sólo le vi directo a los ojos, esperando que contestara su propia duda.

Había pasado recién por casa para tomar lo necesario en mi mochila. Un suéter que nunca usaba, y que mamá compró para que cambiara un poco mi imagen con la esperanza de que alguien se fijara en mí, y que dejara de usar sólo pantalones deportivos, eso, y que era lo suficientemente caliente para aguantar el frío que hacía afuera, cinco camisetas, dos pantalones, mi cepillo de dientes y un poco de dinero que quedaba dentro de la caja de zapatos. Dinero que, por mucho que lo cuidara, máximo duraría dos semanas.

No dejé ninguna nota, ni tampoco me encontré con mamá para despedirme. No lo había hecho con mis hermanos, y tampoco lo haría con mis padres. Sería una fuga encubierta. No cambiaría de opinión. No regresaría, pero tenía una duda que resolver. Qué demonios me pasaba.

—Entiendo. —Dijo como si me leyera la mente. Se puso de pie, arrastrando la silla hacia atrás, y caminó en dirección a una cajonera detrás de él, buscando en ella algún papel. Dirigí mi mirada hacia la pequeña pizarra de corcho en la pared. Había algunas notas de colores en la esquina, y fotografías a montones. Una en especial llamó mi atención, así que caminé dentro del consultorio, acercándome al escritorio para verla mejor.

—¿Tiene usted algún vínculo con mi madre? —Pregunté. La fotografía era vieja, pero los lentes y la sonrisa inconfundible de ella me hicieron sentir como un villano por lo que estaba haciendo. Su uniforme de escuela preparatoria relucía en una falda corta y blusa perfectamente blanca junto con el que parecía ser el hombre que estaba en este momento frente a mí. El médico asintió, y tomó asiento en su silla acolchada. Le miré, analizando las arrugas debajo de su rostro, y pensando que quizás era un exnovio loco que colocaba una fotografía al lado de lo que parecía ser su hija de cabello rubio platinado de, aparentemente, no más de quince años.

—Fuimos buenos amigos en la preparatoria. —Dijo sacando una hoja de un sobre blanco. —Yo era un enclenque adicto a los libros y a la banda de la escuela, y ella mi protectora personal. —Sentí como sonrió, como si pudiera recordar a la perfección los momentos de su juventud. —Le debo muchos favores. Como decirle que estuviste aquí.

—No me importa. —Contesté con frialdad, levanté mi mano para jugar con una decoración del escritorio bastante fea y retiré mi mirada de él. —Desapareceré antes de que pueda encontrarme.

—¿Por qué lo dices? —Sonrió, aunque no sabía la razón. —¿Piensas lanzarte de un puente muy alto? —No planeaba hacerlo, pero me daba ideas para una muerte más rápida. Dejé el adorno para ver mis manos. Las mangas del suéter eran más largas que mis brazos y mis dedos apenas y sobresalían, además de que, por culpa de haber vomitado tanto, me quedaba un poco ancho. —¿No es eso un poco anticuado para desaparecer?

—Sé que no me queda mucho. —Le contesté encogiéndome de hombros para darle a entender que no me importaba qué pasara conmigo. —¿No es mejor sólo irme y que no sepa qué sucedió conmigo?

—Que cruel. —Dijo inmediatamente, obligándome a verle. Cuando notó que por fin le veía directamente a los ojos continuó. —Y egoísta. —¿Que si estaba avergonzado por mi actitud? Por supuesto, pero justo ahora todo me pasaba de largo.

Save me || Osomatsu-sanDonde viven las historias. Descúbrelo ahora