Un chico simple.

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  Lleca era, sobre todo, un chico simple, de seis años, y resolvía todo con simpleza. Había vivido buena parte de su vida en la calle, y como allí aprendió a hablar al «vesre», todos le decían Lleca, calle al revés.

  Sabía poco de sí mismo. Que había sido encontrado por el grupito de «bepis» con los que andaba cuando apenas tenía dos años —un poco más o un poco menos— y que desde entonces había vivido en la calle. Ésa es su historia. Punto. Simple.

  Como se crió sin tener nada, no extrañaba nada. No lamentaba ninguna pérdida ni la ausencia de un padre o una madre. Después de todo, ninguno de sus «gomías» tenía un padre o una madre. Su única preocupación era evitar a la policía o a los asistentes sociales, que terminarían llevándolo a un orfanato. Por lo demás, tenía la vida resuelta. Sobrevivir en la «Ileca», para él no era un problema, era algo fácil. Simple.

  Lo único que lo inquietaba, y que a veces lamentaba, era no tener un nombre. Él era Lleca, y estaba bien, le encantaba ser Lleca. Era popular y querido, y defendido por los más grandes. Ser Lleca, además, significaba tener mundo, ser el negociador, el que conseguía todo, el que se las ingeniaba.

  Pero no tenía nombre. Todos en su grupo tenían uno, aunque no lo usaran. El «Bicho», aunque nadie le dijera así, se llamaba Martín. El «Furia» se llamaba Ramón, pero no le gustaba, prefería que lo llamasen Furia. Estaba Tito, que se llamaba Robertito; estaba Pancho, que se llamaba Francisco. Todos tenían un nombre, menos él.

  Un día pasó lo más temido: estaba durmiendo en el interior de una galería cuando cayó la policía con un asistente social y lo llevaron a un juzgado. Del juzgado lo llevaron a un instituto de menores, y del instituto de menores, a un orfanato. Y de ahí lo habrían trasladado a otro instituto si no hubiera usado su astucia.

  En ese orfanato había un chico más grande, de unos diez u once años, rubio y muy peleador. Ese chico tampoco tenía nombre, le decían Tacho. Lleca se acercó a él y logró que le hablase, ya que Tacho no hablaba con nadie. A los pocos días se enteró de que su silencioso compañero iba a ser trasladado a una fundación. Y entonces comprendió que ésa era su chance.

  Unas horas más tarde, Tacho llegaba de la mano de Justina a la Fundación BB. Cuando Bartolomé fue a abrir el baúl del auto para sacar las pertenencias de Tacho, se encontró con el pequeño Lleca, que sonriente y con picardía les dijo:

—¿Qué sapa, boncha, todo liso? —A lo que Barto, azorado y divertido, contestó:

— Re liso, che. ¿Y vos quién sos? —

—Lleca —contestó él con simpleza.

  Rápidamente, Bartolomé pidió la tutela de ese pequeño atorrante, y allí se enteró de que no tenía nombre.

— Esto hay que arreglarlo, che. Vamos a ponerte un nombre, purrete. A ver, elegí vos, ¿cuál te gusta? —

  Pero Lleca, con una determinación inusitada para un niño de seis años, se negó a recibir un nombre cualquiera. Él estaba seguro de que su madre, al dar a luz, le había puesto uno, y él sólo usaría un nombre el día que descubriera el suyo.

Casi Angeles La Isla de EudamonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora