—¡Vivís en babia! Siempre en la luna, ¡chambón! —le espetaba Bartolomé a Thiago, su único hijo, cada vez que podia
Las pocas veces que iba a buscarlo al colegio, el viaje de regreso era un largo monólogo de retos y recriminaciones el padre hacia su hijo. Con apenas nueve años, Thiago había aprendido a desconectarse cada vez que esto ocurría. Desviaba apenas su mirada, y observaba a través de la ventanilla. Se iba, mentalmente, a su mundo, en el que tenía una villa feliz. Como bien decía su padre, Thiago era un niño en la luna.
Bartolomé le exigía mucho, y lo reprendía por todo: por no cuidar el uniforme, por sacar una nota baja, por confeliarlo a sus compañeros que tenía una beca en el prestigioso y rarísimo Rockland Dayschool, por ser amigo de los más pebres y roñosos, por no hacerse amigo de los más ricos, por no traer a casa a jugar al hijo del juez Pérez Alzamendi, por tocar y tocar la guitarrita todo el día, por llorar cuando lo veía gritarle a su mamá.
El único remanso de Thiago en su vida era Ornella, su madre. El día se iluminaba cuando llegaba a casa y estaba esperándolo con la merienda. Le encantaba comer lentamente las tostadas con manteca, demorando hasta que se enfriaba el chocolate caliente, mientras le contaba cómo había sido su día en el colegio, qué le había dicho la chica lindad que le gustaba o compartía con ella la nueva canción que bahía sacado con la guitarra. Ornella lo escuchaba con mucha atención, como si todo lo que él contara fuera muy importante. Y es que lo era. Y Ornella lo sabía.
Un día de invierno, mientras regresaban del colegio, Thiago percibió que los gritos de su padre tenían un tono distinto. Le recriminaba las mismas cosas de siempre, pero había algo diferente en él: lágrimas en sus ojos. Bartolomé no lloraba, claro que no, porque hacía un gran esfuerzo para no dejar escapar las lágrimas.
Al llegar a la casa, notó que su madre no estaba, ni tampoco la merienda. La única explicación que Bartolomé le dio fue:
—Tu madre nos abandonó. No quiero llantos ni berrinches, hacete hombre de una vez, ¡che! No la extrañes, ni eso se merece —y se encerró en su escritorio.
El mundo de Thiago se rompió en mil pedazos. Era imposible que su madre lo hubiera abandonado. Tal vez sí a su padre, y lo bien que hubiera hecho, pero no a él. No tenía sentido, era un absurdo. Sin embargo, pasaban los días, y Ornella no volvía, ni llamaba.
Cuando le preguntó a su padre dónde estaba su mamá, ya que quería ir a verla, Barto le contestó que «estaba prendiendo sahumerios en la India». El libro de geografía mostraba dónde estaba la India, el diccionario explicaba qué era un sahumerio. Pero ningún libro explicaba el abandono de su madre.
Un año después de su desaparición, Thiago recibió una carta de Ornella, que ahora firmaba como Kendra; ése era su nuevo nombre. Le explicaba que estaba «buscándose» en la India, donde había encontrado la paz. Que lo quería mucho pero que ambos debían aprender a ser seres independientes. Y finalizaba diciendo: «Te adoro, Lunarcito. Kendra».
Thiago dejó la carta con desprecio, y nunca volvió a leerla. Guardó su dolor y empezó a mirar la vida como a través de una ventana. Estaba sin estar, miraba sin ver, oía sin escuchar; estaba en su mundo, en la luna. Y desde allí veía cómo la vida cambiaba a su alrededor. Justina, el ama de llaves, se ocupaba de él y lo trataba con mucho cariño. Su tía Malvina revoloteaba por la casa, inmersa en su propia luna. Barto estaba alterado, la herencia no se destrababa, necesitaba cash. Y cuando la casa empezó a llenarse de chicos huérfanos, no le permitieron acercarse a ellos, que vivían en un ala apartada de la casa. Se sucedieron otoños, inviernos, Primaveras y veranos. Todo cambiaba a su alrededor, y Thiago lo veía a la distancia, desconectado. Sin sentir ninguna emoción.
Un día su padre decidió que debía hacer sus estudios secundarios en Londres. Y, sin más, en dos días estaba viajando, solo, al instituto donde pasaría los siguientes tres años. Para Thiago todo daba lo mismo. Vivir en la mansión én Londres era un detalle.
En Londres había mucha niebla, y eso lo ayudaba a esconderse, a ser un solitario. Se sucedían los meses, las clases, los profesores, y Thiago seguía en su luna. Man on the mon le decían, en broma, sus compañeros. Ése era el título una canción de REM.
Una tarde entró en su habitación de la residencia estudiantil. Su compañero de cuarto había traído una guitarra. Y la tomó y empezó a tocar algunos acordes, como recordando su hábito que había abandonado hacía muchos años. Intuitivamente empezó a tocar los acordes de Don' t look back in anger, una canción de Oasis que sonaba mucho en Londres por esos días, y que le encantaba, una canción que le provocaba una tristeza indefinible. Entonces empezó a cantar.
Slip inside the eye of your mind
don't you know you might find
a better place to play...?
Las lágrimas empezaron a rodar por su mejilla. Después de muchos años por fin pudo llorar. La canción le decía que en lo profundo de su mente debía saber que debería enconar un mejor lugar para jugar.
You said that you'd never been
but al] the things that you've seen
will slowly fade away...
Su voz se quebraba mientras cantaba, el llanto invadía todo. Sus ojos, su voz. La canción le decía que todas las cosas que había visto se desvanecerían en su mente...
So I start a revolution from my bed...
La canción le pedía que comenzara una revolución, y él lo hizo. Llorando, armó su bolso. Puso todo lo que tenía, que no era mucho. Y corrió a la estación del tren. De allí al aeropuerto. En el aeropuerto buscó un cibercafé y allí escribió una autorización como si fuera su padre. La imprimió, falsificó la firma y la adjuntó a la que había sido firmada ante un escribano. Luego se dirigió a la compañía aérea que había extendido su pasaje de regreso para el mes de julio, y pidió cambiarla para ese mismo día. Pagó cien libras y esperó la hora de embarcar.
Durante todas las horas que duró el vuelo, la canción sonaba y sonaba en su cabeza.
Don 't look back in anger...
«No mires hacia atrás con ira», le sugería la canción. Y él no podía dejar de escucharla en su cabeza, mientras el avión iniciaba las maniobras de descenso.
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Casi Angeles La Isla de Eudamon
Novela JuvenilUna noche de febrero de 1854 tres puntos luminosos dibujaran en el cielo un triángulo perfecto: tres relojes idénticos han comenzado a funcionar al mismo tiempo, y uno de ellos esta en el altillo de la mansion Inchausti. Y aunque parece una escena o...