Marianella no sonreía

744 10 0
                                    


  El día que cumplió catorce años, Marianella supo que no crecería mucho más que la estatura que había alcanzado. Vio, con ansiedad, cómo todos sus compañeros y compañeras del orfanato habían pegado el tan esperado estirón. Pero ella no. Y ya sabía —ella estaba segura— que nunca lo pegaría. En lugar de acomplejarse y compadecerse, hizo algo que salvaría la vida: empezó a reírse de sí misma, aunque Marianella no sonreía. Se reía de su baja estatura, do su torpeza, de su escaso vocabulario. Se reía mucho y esa risa la salvaba. Aunque no tenía motivos para reírse, nunca lo había tenido.

  Sabía que había sido abandonada en una parroquia en la que vivió sus primeros años de vida. Recordaba vagamente a el cura, incluso con algo parecido al cariño, porque la había tratado con respeto. Pero un día él no estuvo más. Y ella tuvo que irse.

  A los cuatro años llegó por primera vez a un orfanato. era el primero, pero no sería el último. Desde los cuatro hasta los catorce, pasó por ocho orfanatos. O la echaban o escapaba. Marianella se había convertido en una molestia, una diminuta hormiga enérgica. Porque a Marianella se respetaba. Y si alguien no lo hacía, se convertía en una furia capaz de golpear e incendiar.

  Le dolía tanto su soledad, el cúmulo de abandonos que había tenido que soportar; le dolía tanto el desamor, que se enojada. Furiosa con el mundo. Y pegaba.

  Su vida era dura. Triste. Injusta. No tenía motivos para reir, Le habían dicho tantas veces que era una nena muy mala, que se lo había terminado creyendo. Se había convencido de que tenía una sonrisa horrible. Y por eso cada vez que algo le daba risa, se tapaba la boca.

  Una mañana de marzo el director del orfanato en el que vivía les ordenó a todos que se pusieran su mejor ropa y se peinaran. Vendría a la institución un hombre justo. Un santo que adoptaría a uno de ellos y lo llevaría a su espléndida Fundación.

  Marianella no creía en milagros. Sabía que no existían hombres justos, y mucho menos santos. Ni espléndidas fundaciones. Y si existían, estaba convencida de que jamás la elegirían a ella. Sin embargo, tuvo que ponerse su mejor ropa, intentar desenredarse el pelo y presentarse en el comedor. Cuando estaba entrando, un chico que siempre la molestaba quiso pegarle un chicle en su pelo enmarañado. Ella lo advirtió, le sujetó la mano y se la retorció. Se trenzaron en una pelea que ganó Marianella, ya que peleaba mejor que un hombre. Y así la conoció don Bartolomé Bedoya Agüero, quien al verla tan chiquita, tan revoltosa, peleadora y rebelde, no dudó un instante.

— ¡Ésa! ¡Ésa es la elegida!

  Marianella lo miró con desconfianza. Y también miró a la horrible mujer que lo acompañaba, vestida íntegramente de negro, y con turbante, que la observaba con sus enormes ojos, horrorizados. Marianella había aprendido a no tenerle miedo a nada o, al menos, a no demostrarlo. Por esa razón inquirió con sumo desenfado:

— ¿Y éstos quiénes son?

—Tu nueva familia, querida. ¡Tu nueva familia — exclamó Bartolomé con una sonrisa beatífica.


    Una hora más tarde, Marianella experimentaba dos cosas que nunca había vivido: viajaba en limusina y entraba en una casa con calefacción.

Casi Angeles La Isla de EudamonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora