Un niño feliz

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  Si uno está atento, puede observar, antes de que llegue el amor, una serie de detalles sutiles que lo anticipan. Como la brisa suave y fresca que anticipa una tormenta o como la oscuridad profunda que anticipa el amanecer. Cuando llega el amor, antes que él, cual mensajero, llega la magia. La magia que produce encuentros, casualidades, lugares y moitientos indicados. La magia que nos vuelve visibles a los ojos de otro.

  El 21 de marzo de 2007 hubo magia en un lugar muy iiingico. Ese día comenzó una historia que cambiaría la vida de un grupo de personas, para siempre.

  Ramiro Ordóñez fue en otro tiempo un niño feliz. SI existe algo peor que no haber conocido nunca la felicidad, es haberla experimentado y luego haberla perdido. No una Felicidad de ensueño, publicitaria, desmedida. La suya había sido una felicidad modesta, pero que alcanzaba.

  El motivo de su dicha era su madre y sus rizos dorados, su hermanita, la pequeña casa en la que vivían, la escuela a la que iba, el delantal siempre blanco y con olor a limpio, todos los libros que coleccionaba con pasión, la hora de la merienda, el programa de música que daban los sábados en la tele, su cuarto cálido y siempre ordenado, los pocos juguetes bien conservados que tenía, el cine un sábado al mes, la guitarra que veía a diario en la vidriera de la casa de instrumentos, la alcancía en la que su madre ponía día tras día una moneda y esperar ansioso que fueran tantas que alcanzaran para comprarse esa guitarra. Una espera feliz. Ver crecer a Alelí, su hermanita, los primeros pasos de ella, la risa de su madre cuando la niña empezó a llamarlo Rana, porque Rama no le salía. Viajar con su mamá en el último asiento del colectivo, los picnics que ella organizaba para él y sus amigos en el parque, las tardes de lluvia leyendo libros de piratas y extraterrestres y de búsquedas del tesoro y de amor. Todo eso conformaba la felicidad de Ramiro.

  Pero un día, de manera casi imperceptible, sutil como un cambio de estación, algo empezó a variar. Su madre sonreía cada vez menos y sus rizos dorados perdieron brillo, su delantal ya no estaba tan blanco ni tan limpio, ya no había monedas en su alcancía ni nuevos libros, desapareció el cine un sábado al mes. La guitarra en la vidriera se veía cada vez más inalcanzable. Su felicidad se había vuelto translúcida, sólo quedaba la sonrisa de Alelí, que nunca se apagó. Y con el correr de los días su madre no sólo no sonreía, sino que ahora lloraba. Tuvieron que dejar su casa modesta, limpia, cálida. Fueron a vivir a la de una amiga de su madre, que parecía siempre molesta. Su madre tenía que viajar, se le escapaba el futuro. Y mamá se fue. Mamá llamaba al principio una vez por semana. Mamá dijo que mandaría monedas, unas que valían más que las de acá. Mamá dijo que todos irían a vivir a otro lugar, un lugar donde siempre era verano. Un lugar donde todos volverían a sonreír. Pero mamá no volvía. Mamá no mandaba monedas. Y mamá dejó de llamar.

  La amiga de mamá estaba cada vez más enojada y trataba muy mal a Alelí. Un día le pegó. Ramiro sintió odio por primera vez en su vida. Esa señora un día los subió a un colectivo y viajaron mucho. Fueron hasta un lugar muy feo y frío, donde los obligó a bajar. Alelí tenía sólo cuatro años, y él apenas diez. Les dijo que esperasen ahí. Que volvería enseguida. Y se fue. Pero nunca volvió. Tampoco ella volvió. Se hizo de noche y Ramiro no sabía cómo regresar. Y tuvieron que crecer de golpe, estirar la piel, saltar la niñez hacia una juventud imposible. Y entre las cosas que Ramiro aprendió fue una nueva palabra, el nombre de ese lugar donde estaban: orfanato.

  Un año más tarde aún luchaba contra la desesperanza, y por las tardes, él y su hermana se escapaban del orfanato para ir a pedir limosna, con la ilusión de juntar dinero para alquilar una casa donde vivir juntos. Con sus once años, Ramiro creía que ese sueño era posible.

  Una tarde, mientras pedían limosna, se les acercó una mujer que fue una promesa de recuperar la felicidad perdida. Les ofrecía una casa, una niñez a resguardo, vivir con otros chicos, estudiar, y poder crecer tranquilos, como se merecen todos los niños.

  Ramiro y Alelí llegaron a la Fundación BB cuando Ramiro tenía once años y Alelí cinco, pero a los pocos minutos de la edulcorada bienvenida de Bartolome, la promesa de la felicidad recobrada se esfumó. Pronto entendió que la vida sería cara en la Fundación, habría que pagarla pidiendo limosna, fabricando juguetes y robando. Le dijeron que eso era trabajar, que él era todo un hombrecito y era tiempo de hacerlo.

  La felicidad se volvió una hilacha, menos que un recuerdo. Pero mientras Justina los conducía hacia las habitaciones, Ramiro vio algo que, por un instante, reencendió el brillo de sus ojos: una guitarra.

—¡Ni se te ocurrra tocar eso! —le advirtió la mujer—. Es del niño Thiago, el señorito de la casa.


  Y sacó a ambos de la sala, pero Ramiro ya sonreía. Esa guitarra, como un eco del pasado, por un instante fue un retazo de aquella felicidad perdida.

Casi Angeles La Isla de EudamonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora