Capítulo 1
Según mi madre, yo había nacido dos veces, y ninguna de ellas resultó fácil. La primera vez nací de su voluntad, la segunda, de la obstinación de mi padre.
El día en que él murió, me dio a luz, insuflándome toda su fuerza y determinación, además de otras cosas que establecerían mi destino.
Mi padre era viejo. No en el sentido más exacto de la palabra. Mi padre era viejo para ser cazador.
Tenía 36 años cuando murió, yo 10 cuando renací de su voluntad.
Los cazadores eran el grupo de élite de la colonia. Dada su actividad, no solían emparejarse, y mucho menos tener descendencia.
Mis padres se arriesgaron, y de esa unión incierta, nací yo.
Los cazadores constituían un grupo cerrado, inmerso en el trabajo que desarrollaban, centrados en su entrenamiento, con la muerte caminando tras ellos, junto con su sombra.
De superar la enorme proeza que suponía sobrevivir hasta los 36, que era su fecha límite, se retiraban y se dedicaban a adiestrar a los jóvenes.
18 años de preparación, 18 de caza y el resto de su vida dedicados a entrenar a los cazadores nuevos.
Mi padre murió el año en que iba a retirarse, sin tener la oportunidad de instruir a los novatos, que hubiesen podido aprovechar su experiencia.
No tuvo ocasión de instruirlos a ellos, a mí, sí.
Él fue el primero en percibir mi destreza innata y me entrenó desde que aprendí a caminar, dejando el aprendizaje de otras habilidades a cargo de los instructores.
Poseía todas las aptitudes que se requerían para llegar a ser, en su momento, la más joven jefe de equipo. Las secuelas de mi segundo nacimiento me apartaron de ese camino. Pasé dos años en blanco, combatiendo el veneno que me atacaba desde el interior, perdiendo fuerza y destreza, mientras mi organismo lo asimilaba.
El comité evaluador me retiró del entrenamiento exhaustivo de especialización por falta de asistencia. Me incluyeron en el grupo de los menos cualificados que se dedicaban, en esencia, a realizar labores comunitarias entre las que se contaban las de preparar comidas, servirlas y limpiar.
Las múltiples apelaciones de mi madre no surtieron efecto. Nadie quería considerar que pudiese continuar con mi entrenamiento después de tanto tiempo de convalecencia, y afectada de una enfermedad desconocida.
A raíz de aquello, mi madre redobló sus esfuerzos en adiestrarme como piloto. Dos días a la semana me llevaba con su equipo, en vuelo de pruebas, alrededor de la colonia. Era su forma de detectar fallos en alguna pieza del aparato, de cara a posteriores reparaciones.
Me probé en aquellos vuelos, y era capaz de manejar un helicóptero con soltura, aunque nunca llegaría a ser tan buena como ella.
Se la consideraba la mejor piloto de nuestra colonia, tenía 37 años y todavía le quedaban 3 en activo.
Los 40 es una buena edad en la que empezar a formar a otros pilotos, justo cuando los reflejos empiezan a ser menos espontáneos.
Todos los cazadores querían trabajar con su equipo, un grupo de cuatro profesionales: el piloto, el copiloto y dos artilleros, a bordo de un helicóptero tan bien cuidado, que era la envidia de otros equipos de apoyo aéreo.
Realizaban un vuelo rasante, despejaban el área sobre la que pasaban, describiendo círculos concéntricos, que quedaba limpia para los cazadores.
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Génesers
Bilim KurguEl planeta se perdió tiempo atrás, tanto como el que aquella especie agresiva llevaba desarrollándose en un mundo que le era ajeno, y que había conquistado a fuerza de adaptarse, para sobrevivir en él. Génesers los llamaron, por razones olvidadas, i...