VIII. Por decreto Real

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Los enanos pudieron escapar en silencio cuando Eric salió como carnada ante los guardias, Hal fue reclutado (aun en contra de su voluntad) y puesto en un carruaje "de rescate", mientras que Eric había sido esposado de muñecas y tobillos, y transportado en otro carromato para prisioneros.

Tal como era protocolo, el ajusticiado debía recluirse en los calabozos bajo el castillo. Eric fue arrojado en la celda llena de lodo podrido, esperando el veredicto. Aunque no debió esperar mucho, porque unos guardias lo alzaron a los pocos minutos para llevarlo ante la presencia de Henry IV.

Hal entre tanto, había bajado del carruaje al otro lado, con ropa limpia —la que le había dado Eric la había guardado bajo el saco — sin saber más del cazador. Caminó con un sentimiento de nostalgia desconocido que lo obligaron a secarse las mejillas un par de veces antes de llegar con su padre, que seguía dentro. Qué maldito, ni siquiera salía a recibir a su propio hijo, aun después de no verlo en semanas.

El rey no pudo salir a recibirlo porque estaba deliberando el destino del montaraz.

—¿Creíste que no te encontrarían? —preguntó el soberano.

Eric estaba de rodillas, con dos guardias apuntándole con lanzas a su cabeza, sin levantar la vista una sola vez. No le dirigiría la palabra al canalla, a ese malnacido corrupto que le había arrebatado todo.

—Bien. . . Ya que te atreves a desafiarme, dejaré lo sutil a un lado— continuó Henry IV, acercándose al cazador, tomando una espada y colocándosela en el mentón —¿por qué no levantas tu rostro? Tu rey te lo ordena

Eric hizo una mueca con los labios, subiendo un poco sus ojos, con la rabia carcomiéndolo. El rey sonrió de lado, inclinándose.

—Dije que levantes el rostro—tomó el cabello que caia por la nuca de Eric, jalándolo —Ah, si. . . Te recuerdo, eras un herrero antes, ¿cierto? No creas que me olvido de los traidores como tú, escoria pútrida. Cuando me contaron que estabas vivo, supe que tenías que morir en seguida. . . Tu plan de secuestrar a mi hijo fue ingenioso, pero yo me he adelantado. . .

El rey sabía que el hombre frente a sus ojos estaba al servicio de la reina Blanca Nieves, su enemiga mortal. Por supuesto no tuvo cuidado en ocultar su culpabilidad al rebelarle que había ordenado destruir toda la aldea donde Eric vivía antes. Tan buena era su memoria, que cuando le fue relatada toda la masacre por el capitán de la guardia, se gratificó en su trono, bebiendo vino de un modo vulgar.

—No fue intención del señor Gluocester asesinar a tu esposa. . . Qué lastima, era tan joven

Eric frunció el ceño, mostrando los dientes. Ahora si se había cabreado con ganas por recordar las horribles imágenes de Sara en el lodo con el cuello roto. Estaba harto de escuchar su pasado, siendo perseguido por esos cabrones. ¿Cómo mierda hablaba tan descaradamente de su esposa? Siguió en mutismo, pero su respuesta fue un escupitajo directo a la cara del soberano.

—¡Ah, maldito bastardo! ¡¿Cómo osas ofender de esa forma a tu rey?! —el monarca se quejó, levantándose mientras las damiselas limpiaban su rostro y los guardias le daban un par de tundas a Eric.

Sin embargo, el cazador se defendió, gritando con el dolor en su pecho, motivado por el sanguinario sentimiento de venganza. Con su fuerza descomunal, se puso de pie, tirando a los guardias, pero en seguida los demás escoltas se abalanzaron sobre él para inmovilizarlo. Les costaba ya que el hombre parecía una bestia fuera de control.

Y así pasaba, Eric estaba cegado por la ira, luchando por liberarse y anhelando tomar el pescuezo del rey y torcerlo con sus propias manos. Oh, como deseaba poder aniquilarlo y patear su tumba, eso lo haría tan feliz.

Un sollozo, un beso, una condena [Hiddlesworth AU: Halric]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora