Ellen O'Hara tenía treinta y dos años y, para la mentalidad de la época era
una mujer madura; tuvo seis hijos, tres de los cuales se le habían muerto. Era
alta (su pequeño y fogoso marido no le llegaba más arriba de los hombros),
pero se movía con una gracia tan reposada en su ondeante saya de volantes,
que su estatura no llamaba la atención. Su cuello, surgiendo del ceñido corpiño
de tafetán negro, era redondo y fino, de piel blanquísima, y parecía doblarse
ligeramente hacia atrás por el peso de su espléndida cabellera, recogida en una
redecilla sobre la nuca.
Había heredado los ojos oscuros, algo oblicuos, sombreados por largas
pestañas, y el negro cabello de su madre, una francesa cuyos padres se habían
refugiado en Haití durante la Revolución de 1791; de su padre, soldado de
Napoleón, procedían su larga nariz recta y las mandíbulas cuadradas que
rectificaba la curva suave de las mejillas. Sólo el transcurrir de la vida había
podido dar al rostro de Ellen aquella expresión de orgullo sin altanería, su
gracia, su melancolía y su carencia absoluta de sentido del humor.
Hubiera sido una mujer de notable belleza de haber tenido más brillo en
sus ojos, más color en su sonrisa, más espontaneidad en su voz que sonaba
como dulce melodía en los oídos de sus familiares y de sus sirvientes. Hablaba
con el suave acento de los georgianos de la costa, líquido en las vocales y
dulce en las consonantes con un lejano vestigio del acento francés. Era una
voz que no se alzaba jamás para dar órdenes a un criado o para reprochar la
travesura de un niño; sin embargo, todos la obedecían en Tara, mientras que
los gritos de su marido eran silenciosamente desacatados.
Hasta donde Scarlett podía recordar, su madre siempre había sido la
misma; su voz suave y dulce, tanto para reprochar como para alabar; sus
modales tranquilos y dignos a pesar de las cotidianas necesidades del
turbulento dueño de la casa, su carácter siempre sereno y su temple firme, aun
cuando había perdido tres de sus hijos.
Scarlett no había visto jamás a su madre apoyarse en el respaldo de la silla
ni sentarse sin una labor de costura entre sus manos, a excepción de las horas
de las comidas, cuando asistía a los enfermos o se ocupaba de la contabilidad
de la plantación. Si había visitas se enfrascaba en un bordado delicado; otras
veces, sus manos se ocupaban de las camisas plisadas de Gerald, de los
vestidos de los niños o de la ropa de los esclavos. Scarlett no acertaba a
imaginarse las manos de su madre sin el dedal de oro ni su figura altiva sin la
compañía de la negrita, que no tenía otra ocupación en su vida que la de poner
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LO QUE EL VIENTO SE LLEVÓ
Historical FictionLa vida cambia por completo para la mimada y rica Scarlett O' Hara cuando estalla la Guerra de Secesión, pronto tendrá que aprender que la vida no son solo muchachos y vestidos bonitos. Enamorada eternamente del enigmático e indescifrable Ashley Wil...