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A la mañana siguiente, el cuerpo de Scarlett estaba tan rígido y dolorido

por los largos kilómetros de caminata y por los vaivenes del carro que cada

movimiento era una agonía. Su rostro, quemado por el sol estaba rojo; tenía

las palmas de las manos desolladas por las ampollas, la lengua pastosa y la

garganta seca, como si las llamas la hubiesen abrasado, y no había agua

bastante para calmar su sed. Sentía la cabeza como hinchada y hasta girar los

ojos le causaba dolor. Náuseas que le recordaban los primeros días de su

embarazo hicieron insoportable para ella hasta el olor de los humeantes ñames

del desayuno. Gerald hubiera podido decirle que sufría las consecuencias

normales de su primera experiencia con las bebidas fuertes, pero Gerald no se

daba cuenta de nada. Estaba sentado a la cabecera de la mesa y no era más que

un viejo canoso, de ojos apagados y ausentes que se clavaban en la puerta, con

la cabeza algo inclinada como para tratar de escuchar el crujido de las enaguas

de Ellen, para aspirar su perfume de limón y verbena.

Al sentarse Scarlett a la mesa, Gerald murmuró:

—Esperamos a la señora O'Hara. Ya se demora.

Scarlett levantó su cabeza dolorida, mirándole con asombrada

incredulidad, y encontró la suplicante mirada de Mamita, de pie tras la silla de

Gerald. Se levantó vacilante, con la mano en la garganta, y contempló a su

padre a la luz de la mañana. Él la miró vagamente y ella observó que las

manos de su padre temblaban y que su cabeza estaba también algo trémula.

Hasta aquel momento no comprendió en qué medida había contado con

Gerald para que la ayudase, para que le dijese lo que debía hacer. Y ahora...

¡Pero si la noche anterior parecía estar casi normal! No mostraba, es cierto, la

vitalidad y la exuberancia habituales, pero por lo menos le había hecho un

relato coherente, y ahora... Ahora, ni siquiera se acordaba de que Ellen había

muerto. La impresión simultánea de la llegada de los yanquis y de la muerte

de su mujer le habían trastornado. Scarlett fue a decir algo, pero Mamita

sacudió la cabeza violentamente y, levantando el delantal, se enjugó los

enrojecidos ojos. «¡Oh! ¿Se habrá vuelto loco papá? —pensó Scarlett, y su

trepidante cabeza parecía a punto de estallar bajo aquella nueva presión—. No,

no. Está un poco aturdido, y nada más. Es como si estuviese mareado. Ya se le

pasará. Tiene que pasársele. Pero ¿qué voy a hacer si no se le pasa...? No

quiero ni pensarlo ahora. No quiero pensar en él, ni en mamá, ni en ninguna de

esas cosas terribles, ahora. No, no puedo pensar en nada hasta que me sienta

LO QUE EL VIENTO SE LLEVÓDonde viven las historias. Descúbrelo ahora