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Soplaba un viento, fuerte y frío y las densas nubes eran de un oscuro tono

pizarroso cuando Scarlett y Mamita se apearon del tren en Atlanta, la tarde del

siguiente día. No se había reconstruido la estación después de la quema de la

ciudad, y tuvieron que recorrer unos cuantos metros entre cenizas y barro

sobre las ennegrecidas ruinas que señalaban el antiguo emplazamiento del

edificio. Impulsada por la costumbre, Scarlett hizo ademán de buscar a Peter y

el carruaje de tía Pitty porque siempre los había encontrado esperándola

cuando iba desde Tara hasta Atlanta durante los años de guerra. Pero pronto se

rehízo, y se reprochó mentalmente su falta de memoria. Naturalmente, Peter

no podía estar allí, porque ella no había avisado a tía Pitty de su llegada y,

además, recordaba que en una de sus cartas tía Pitty le había relatado

lacrimosamente la muerte del pobre animal que Peier había adquirido en

Macón para conducirla a Atlanta después de la rendición.

Miró el terreno lleno de surcos de ruedas que rodeaba la antigua estación,

buscando el coche de algún amigo o conocido que pudiese conducirlas hasta la

casa de tía Pitty, pero no vio ningún rostro familiar, ni negro ni blanco. Era

probable que ninguno de sus amigos tuviese ya coche, si era cierto lo que

había escrito la tía. Los tiempos eran duros, y si resultaba difícil hallar

alimentos y acomodo para las personas, mantener a los animales era

imposible. La mayor parte de los amigos de Pitty, lo mismo que ésta, tenían

ahora que andar a pie.

Había unos cuantos carros que cargaban mercancías junto a los vagones y

varias calesas salpicadas de barro con desconocidos de desagradable aspecto

en el pescante, pero sólo había dos carruajes. Uno era un coche cerrado; el

otro, abierto, iba ocupado por una mujer bien vestida y un oficial yanqui.

Scarlett retuvo involuntariamente la respiración al ver el uniforme. Aunque

Pittypat había escrito que Atlanta tenía una guarnición yanqui y estaba llena de

militares, la primera visión de las guerreras azules le chocó y atemorizó. ¡Era

tan difícil recordar que la guerra había terminado y que ese militar no iba a

perseguirla, ni a robarla, ni a insultarla!

El relativo vacío junto al tren hizo retroceder su memoria a aquella mañana

de 1862, cuando ella llegó a Atlanta como joven viuda, envuelta en crespones

y loca de aburrimiento. Rememoró cuan ocupado estaba aquel espacio por

carros, carruajes y ambulancias, y cuánto alboroto armaban de carreteros y

cocheros y los gritos de las gentes saludando a sus amigos. Añoró la

despreocupada excitación de los tiempos de guerra y suspiró con desmayo al

pensar que tenía que caminar a pie hasta la casa de tía Pittypat. Pero tenía

LO QUE EL VIENTO SE LLEVÓDonde viven las historias. Descúbrelo ahora