5 - Zánganos

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Esa tarde, el río Paraná rezumaba tranquilidad. Uno o dos pájaros sobrevolaban su superficie mientras el sol reflejaba su brillo en las dulces aguas y la brisa, tan suave como una caricia, completaba la delicia de aquel caluroso día de verano.
Como todos los años, los pescadores se sentaban pacientes a sus orillas, a la espera de su presa; hablando por lo bajo cuando estaban en grupo, o simplemente en silencio, admirando la grandeza y majestuosidad del paisaje. Podría confundirse aquel río con un mar si no fuese por su eterno color tierra, mientras que su caudal podía ser tan manso como terrible cuando se avecina una tormenta.
A unos 500 metros al sur, se distinguía el puente Las Rosas, llamado así por una vieja historia romántica que atraía a cuantas parejitas existieran en el pueblo.
Contaba la gente que, un siglo atrás, un gringo se había enamorado de una de las pueblerinas jurándole su amor eterno, mas, llevándose por las habladurías la muchacha creyó haber sido engañada por su amado y decidió en venganza fingir que ya no le quería.
Pasaron así los años y los jóvenes sufrían en sus desamparados corazones hasta que, un buen día, una vendedora de rosas habló al muchacho, aconsejándole que si lograba convencer a su amor de ir al puente del río en noche despejada y la besaba allí mismo, ella no se resistiría el encanto y caería irremediablemente en sus brazos.
El joven, agradecido, compró a la viejecita tantas rosas como años de vida tenía esta -algunos dicen que la misma tenía más de 100-, y, persuadiendo a su amada finalmente para que lo acompañase al lugar, cumplió lo expresado por la anciana al pie de todas las rosas compradas, conquistando su corazón nuevamente y para siempre, como la vendedora lo había previsto. Así, el puente del río pasó a llamarse puente Las Rosas, y cada año docenas de parejas, ya fueran recién casados o chiquillos queriendo conquistar a sus damas, se dirigían allí y les regalaban una rosa en honor a la leyenda urbana.

– ¿Qué dijiste?
– Que si conocés la leyenda del puente, ¡sordo pelotudo!
– Ahhh, sí –Pancho frunció el ceño las historias de amor no le cabían para nada. Él era un nerd aventurero, un ferviente fanático de Mulder y Scully, y no estaba para esas pavadas.
– Bueno, estaba pensando... –Pablo se agachó a recoger una lombriz. El animalito se retorcía y enroscaba intuyendo su destino– ... Debería traerme alguna minita y arriba y regalarle una rosa...
– ¿Desde cuándo tan sensible, vos?
– ¡Dejame terminar! –La lombriz se zafó de su mano–. Fó, ¡bicho de mierda! ¡Quédese quieto, carajo! Ahí 'ta... Como te iba diciendo... –por fin enganchó la carnada incrustándola fuertemente en el anzuelo– ...lo del puente Las Rosas, capáz no sea mala idea. Pensalo: ¿quién te dice que no sea una de las mejores maneras para conseguir desvirgarme de una vez?
– ¿Y a quién pensás enganchar en esa?
Pablo sonrió travieso. –A tu melli... ¿Creés que acepte?
– Pajero –fue la respuesta del chico. Miraba el agua, algo había picado. Comenzó a tironear de la caña para cazar a su presa.
– Exactamente: pa' Jero. Esa pendeja le tiene un afrecho a Jerónimo que ni te cuento. Como si él le fuera a dar bola algún día... Que yo sepa, nunca le conocí una novia. Para mi que es gay.
Pancho había colocado el pescado en un balde con agua, luego tomó la carnada y volvió a sentarse.
– ¿Y vos qué pensás?
– ¿De qué? –Pancho se hizo el indiferente.
– ¡De lo que acabo de decir! Ay, Vázquez... Vázquez... Cada vez me convenzo más de que tu cabeza responde más rápido a las pelotudeces del canal Infinito que a los planteamientos de la vida real.
Pancho suspiro, casi inmutable. Estaba muy acostumbrado a la forma de ser de su amigo Pablo, eternamente payaso, hinchapelotas, desenfrenado y, sin llegar a aceptarlo nunca, sensible.
Sin siquiera ladear la cabeza, respondió: – Pienso que últimamente te la estás agarrando mucho con Fernanda. Y que la vida del Jero nunca te interesó un comino hasta que te enteraste de que mi hermana andaba atras de él.
Pablo no respondió. Su amigo era la única persona en este mundo que parecía saber cómo hacerlo callar. Su fastidio cortó definitivamente el tema de la charla.
Siguieron pescando, ahora, en silencio. El murmullo del río los invitaba a la siesta. Las pequeñas boyas danzaban al compás del agua, mientras los chicos miraban casi hipnotizados su movimiento.
Más allá del lugar donde se encontraban, al otro lado de la costa, alguien los observaba.
– ¿Estás siguiendo lo de los asesinatos?
La interrupción de Pablo lo desconcertó. – ¿Pasó algo más?  –preguntó Pancho. Se había enterado del toque de queda y de la muerte de Mariela; bien sabía que su hermana había sufrido tanto como los Mancher por ella (Fernanda se considera ya parte de esa familia). Y aunque había oído algo sobre la tal Silvana, no supo nada más por un buen tiempo.
– Lo del patrón serial y todo eso. No me digas que no estás enterado...
Pancho lo miró interrogante, sus ojos comenzaron a brillar con la intriga. – La verdad, que no – dijo por fin.
Pablo suspiró. – No hay caso con vos. ¡Dejá de vivir adentro de un termo!
Se calmó. – Te cuento: parece que hay algún tipo de repetición en las porquerías que les hacen a las víctimas y ahora resulta que se confirmó que la hermanita del Jero fue la primera.
– Por lo de Mariela no me animé a preguntar detalles, no quería que me tomarán por morboso. No puedo creer que al final había sido asesinada como las demás –se calló un momento tratando de asimilar la información. – ¿Y ya seconocen datos más específicos sobre ese patrón?
– Según mis fuentes, parece que les sacan los pelos, les cortan algunas extremidades, no dejan una sola huella... –Después añadió –. Mi viejo está re preocupado. Dice que este asunto va a espantar a todos los turistas, y los comerciantes se le van a venir encima. Esta es la única época del año que deja bastante ganancias y si salen con que un psicópata anda chuseando gurises, se van todos los ingresos al carajo...
– Y el psicópata ese... –le encantaba la palabra; se comenzaba a sentir parte de una de las tantas películas de suspenso que consumía–, ¿no estará entre los mismos turistas que vienen acá? ¿Qué sabemos si entre toda la gente que llega al camping no hay un loco infiltrado?
– Eso es lo que también pienso yo. Nunca se puede confiar en estos porteños... –miró suspicazmente a su amigo, de arriba a abajo.
– Pelotudo –bufó, Pancho. Le molestaba que lo llamaran porteño. Pablo siempre lo hacía, aunque solamente para joderlo. Sin embargo, había otras personas que se la agarraban con él sólo por ese motivo, y ya se había metido en varias peleas por no contar de las que tenía que sacar a su hermana. Los mellis Vázquez –los porteñitos– si bien tenían personalidades muy diferentes, coincidían mucho en un aspecto: la irritabilidad.
– No te me calentés... –se le acercó Pablo–. Si sabés que te cargo. –Posó las manos en sus hombros–. ¿Acaso no está en claro lo mucho que te quiero?
Pancho se alejó rápidamente. – ¡Salí, afrechudo! ¡Falta que me quieras montar!
Pablo comenzó a reír con esa carcajada fuerte y burlona, tan característica de él. – ¡Ay, Panchiii, dejá de negar lo nuestro! – guiñaba constantemente y tiraba besos al aire.
– ¡JUIRA, ENDEMONIÁU! – Y comenzaron con los amagues de piñas, armando un estruendo de risas; ¡Al carajo con los peces! Todas las potenciales presas huyeron despavoridas ante el despelote.
Algunos pescadores lo miraban con reproche; otros los observaban divertidos mientras veían como se tecleaban en el agua.

Al otro lado del río, quien los vigilaba estaba dispuesta a abalanzarse sobre ellos. No importaba la distancia. Era rápida y ágil, y en cinco segundos estaría allí mismo si se lo proponía. Pero había muchos adultos alrededor. Quizás si...
De pronto, algo lo obligó a retroceder. Una visión fugaz, ni siquiera alcanzó a captar la imagen por completo, pero presentía que era algo malo, muy malo, y tenía que ver con esos chicos.
¡No! Debía matarlos. Deseaba matarlos. Odiaba desde lo más profundo de su ser escuchar sus risas. Quería tanto poder callarlos estrujando sus frágiles cuellos, viendo del terror en sus ojos, sintiendo el vano esfuerzo por librarse de sus garras, de su aliento.
Pero estos adolescentes... algo raro había en ellos. Algo que no podía definir del todo a pesar de su instinto y poderes. Eran especiales.
Algo se movió a su derecha y quedó inmóvil, escuchando, esperando. Pronto vio la casa rodante que se estaba estacionado unos pocos metros de ella. Debía irse de allí y rápido, antes de que la vieran. No llevaba el atuendo adecuado y no quería organizar una masacre. Llamaría mucho la atención. No, no iba arruinarlo todo. Las demás la matarían... o le harían algo peor.
Ya se ocuparía ella de esos chicos más adelante. Intuía que había más como ellos, se trataba de un grupo. Había sido uno de los pocos detalles que había captado de su visión. Este obstáculo de repente era de gran importancia y no le agradaba en absoluto.

Emprendieron el camino a casa. Había sido una pérdida de tiempo, no habían pescado casi nada y estaban sucios y empapados.
En el regreso pasaron por el video club. La cartelera desplegada mostraba, entre otras películas decadentes, alguno que otro estreno.
– Che ¿Hace cuánto que no nos juntamos a ver pelis? – exclamó Pancho.
– ¿Te pensás que no tengo nada mejor que hacer un fin de semana que acurrucarme con vos a ver peliculitas de miedo?
– No seas paja. Es para romper un poco la rutina del verano. Si no, todo es boliche, boliche y más boliche. Además –agregó sarcástico–, sabés que no te alquilaría una de terror. No te quiero abrazándome toda la noche por tu cagazo.
– ¿Yo? ¿The Great Pablou? Lo único que me asusta es la cara de mi bisabuela y la de mis tías solteronas. Para lo demás tengo más bolas que vos.
– Si. Porque sos un boludo...
– Dejá de atacarme, Ramirez. Se te nota mucho el enamoramiento.
– ¡Dale, bola! – insistió. Alquilamos algo y los invitamos a los otros zánganos también. Hace bocha que no nos juntamos todo el grupo a ver películas, como cuando eramos pendejos... ¿Y podríamos invitar chicas? – tiró el anzuelo.
– Está bien –asintió por fin el otro–. Pero no la Mancher, que por más que está tetona sigue siendo muy chica; ni tu hermana la peleona, que por mucho que me entretenga hacerla calentar, nunca me da bola. Renovemos público, en lo posible, de estilo atorrantado.
– Hecho –cerró el trato Pancho. Le fascinaba lo fácil que era convencer a su amigo cuando se mencionaba al sexo opuesto.

Silvia los estaba esperando en la puert. Fumaba –notó Pancho–, y sólo lo hacía cuando estaba nerviosa. De pronto lo recordó: estaba oscureciendo y el reloj de la Municipalidad había dado las 7:30 haciá rato. Se preparó para la tormenta.
– ¿Acaso estás loco vos, decime? –estalló–. ¿No te das cuenta de que el toque de queda sonó hace más de una hora? ¿En qué andas pensando? ¡Casi me muero de un infarto!
– Perdón, ma. Se nos pasó el tiempo pescando –se disculpó en vano–. Y no llevé el reloj porque no quería que se me mojara...
Pablo observaba la escena desde atrás. En estos casos era mejor no meterse. También debía irse ya, aunque no creía que alguien se estuviera preocupando por él en ese momento. Encima, hedía y no veía el momento de bañarse. El calor insoportable del verano dejaba sus marcas.
– ¡Tu padre salió hace media hora a buscarte! –prosiguieron los retos. Cuando la mamá de Pancho empezaba con su histeria, la situación iba en crescendo hasta terminar en un armonioso estruendo entre bombos y platillos. – ¡Mira el lío que armaste! ¡Ni que tuvieras cuatro años!
– Sí, ya sé, pero...
– ¡Pero NADA! –lo calló–. Rajá adentro y andá a bañarte. Se te va armar la grande cuando llegue tu padre –sentenció.
Pancho miro a Pablo con una expresión de andate antes de que la ligues vos también, y su amigo la cazó al vuelo.
– Nos vemos –saludó, y con el ademán incluso a Silvia, pero está ya se encontraba entrando a la casa y ni lo notó. Seguramente, Pancho iba a pasar hambre esta anoche, pensó.
– Que te sea leve, amigo... –le deseó en voz baja, y se dirigió a la calle tarareando una canción pasada de moda.

Los 7 de Santa MaríaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora