2 - Los hermanos Mancher

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Jerónimo miró a su madre: lloraba. Las lágrimas hacían correr la poca pintura por sus blancas mejillas y el contraste entre blanco y negro le daba un aspecto terrorífico a su rostro.

A pesar de encontrarse ya en los cuarenta y pico, su cara no presentaba arrugas; sin embargo, el dolor la hacía muy vieja. Su pecho daba suspiros entrecortados al punto de que parecía tener dificultades para respirar, quizá acompañando la sensación de claustrofobia que su hijita tendría en aquel cajón cerrado de seguir aún con vida. 
Jerónimo estaba preocupado por su madre; no obstante, la imagen de su hermana lo destrozaba aún más. Sus cabellos negro azabache, generalmente brillantes y vigorosos, estaban ahora opacos y sin vida. Su cara, adoradamente hermosa, con sus ojos pardos insinuantes y bromistas, ahora era una máscara, una triste imitación, llena de constantes interrogantes que parecían implorar al cielo una respuesta a aquella absurda situación.
En su mente aún oía los cuestionamientos de su hermana de la noche anterior: "Es una broma, un sueño. Ella estaba viva la semana pasada. Parece que en cualquier momento me despierto y me doy cuenta de que todo fue nada más que una pesadilla horrible... ¡No tenía por qué haber muerto! Le quedaba demasiada vida por delante. ¿Te das cuenta de que nunca va a festejar sus 8 años? ¡Nunca!"

Daba un horrible impresión verlas tomadas de la mano, las dos con sus vestidos oscuros ayer comprados, apagadas totalmente en su tristeza.
Intentó concentrarse en lo que decía el cura.

"Señor, tú te llevas hoy a esta pequeña..."

Esa pequeña era su hermana, Mariela. La misma que se había quebrado un diente cuando, de chicos, él la había empujado de su triciclo. La misma que en su cumpleaños lo baboseaba entero mientras lo besaba y se colgaba de sus orejas. La misma nenita que se prendía de sus piernas y le rogaba que la ayudase a esconderse cuando mamá la llamaba a la hora del baño.

"...Con su sonrisa de ángel alegró a cuantos la rodearon, y como un ángel seguirá...."

Muerta. Mariela estaba muerta, muerta, muerta. A tal punto que ni siquiera podía quedarse con una última imagen de ella, ya que el cajón debía permanecer cerrado. La crueldad final añadida a una situación de por sí aberrante, increíble, insoportable.

Parecía mucho más cuerdo el aceptar que seguía viva. ¿Por qué no? A esta hora, sus vidas seguirían igual... Ella estaría durmiendo la siesta junto con Marina, mientras él se dedicaba a vagar con sus amigos y su madre colgaba la ropa en el patio trasero.

El estúpido discurso de aquel sacerdote, personas compungidas a las que menos podía importarle, hipócritas por todos lados, un morboso cajón que parecía de juguete... ¿ésta era su realidad? ¿a éste momento si debía creérselo?
¡Basta Jero! Está muerta. Y más vale que te vayas acostumbrando a la idea porque no la vas a ver más y encima tenés que ser fuerte para no llorar frente a tu madre y tu hermana que ahora, más que nunca te necesitan. Sos el hombre de la casa. Siempre ha sido así desde que papá se fue. Ahora sé fuerte y no llores, por el amor de Dios ¡NO LLORES!

Marina observaba desde lejos el dolor de su hermano y su esfuerzo por contener las lágrimas. Sin embargo, no podía evitar relegarlo a un segundo plano. Su conciencia la atosigada segundo a segundo, sin parar, ahogandola en culpas. Si tan sólo la hubiese vigilado más de cerca. Si tan solo se hubiese fijado a dónde se dirigía su hermana... Recordaba demasiado en detalle ese día. Estaban jugando a las

–...escondidas! Dale, Rina, dale, vamos a jugar a las escondidas ¿Querés? ¡Dale! Di que sí, di que sí, di que sí, ¿sííííííí?
Mariela siempre la hacía reír con su interpretación de Quico. Cuando sus cachetitos se inflaban, terminaba bañando de saliva todo lo que tenía a su alcance. Y Marina –Rina– se destornillaba de la risa cuando la alcanzaba.
Conteniéndose a más no poder, asintió seriamente y con dudosa cara de enojada. – Está bien. Pero un ratito nada más. Si no, mamá nos mata. ¡Se está haciendo re tarde!
Mariela adivinó enseguida la sonrisa escondida detrás de los bellos ojos de su hermana mayor. Pero no pronunció palabra; de lo contrario, quizá decidía que era mejor volver a casa, y ella no podría utilizar su escondite Super Secreto.

Lo había descubierto la semana anterior, jugando con otras nenas de su edad. ¡Nunca la encontraban!
La pequeña creía que esto se debía a que lograba mantenerse quieta y en silencio por mucho más tiempo que cualquier otro jugador. Lo que no sabía era que, más de una vez, una o dos de sus amigas habían alcanzado a visualizar un retazo de su remerita amarillo furioso entre los agujeros de las ruinosas paredes, pero no se habían acercado por miedo a todas las historias que se contaban sobre aquel lugar.
El escondite Super Secreto de Mariela se encontraba dentro de la Casa Gris. Directamente al lado del baldío donde jugaban.
Entre los escombros de la estructura por décadas abandonada, un gran agujero en el piso daba al sótano. Un agregado muy raro para la arquitectura común de las casas de Santa María. Mucho más raro aún si se atendía a las habladurías de que en esa misma vivienda había muerto una familia entera, en circunstancias muy extrañas.
Claro que éstas sólo eran consideradas leyendas urbanas del pueblo –aunque muchos aseguraban ciertas–, y claro que nadie hubiera pretendido asustar a una pequeña de siete años con historias cruentas.
Es por esto que Mariela se divertía usando el edificio como escondrijo, jactándose de su ingenio por haberlo encontrado, confiada ciegamente y con total inocencia.

– Me imagino que tengo que contar yo ¿No?
– Si no, no sería divertido –replicó astutamente la pequeña–. ¿Estás segura de que sabés contar hasta diez?
Rina la miró a los ojos pretendiendo mostrar gestos de confusión – Mmm... No sé... ¿Cuál seguía después del cinco? –. Le sacó la lengua y ambas rieron a la vez.
– Bueno, ¡empiezo! – se dio vuelta, cerró los ojos y comenzó el conteo–. Uno... Dos... Tres...
La nena corría disparada hacia la oscura casa. Su pollerita, un talle más grande que el apropiado, amenazaba con enredarla de un momento a otro y hacerla caer.
– ... Seis... Siete... Ocho...
Se coló por una de las destartaladas ventanas laterales y en un segundo ya estaba adentro. No se asomaría. La dejaría buscar un buen rato hasta que se diera por vencida, y luego saldría victoriosa, riendo y burlándose con algún leru-leru o un y-ya-lo-ven.
– ... Nueve... ¡Diez! Agarrate, enana, que ya salgo a buscarteee.
¡Já! Qué divertida era Rina. La doblaba en edad pero nunca dejaba de seguirle la corriente. Si tan sólo estuviera allí también el Jero... Sus dos hermanos eran su mundo entero. Mientras los tuviese con ella, la diversión estaba garantizada.
En ningún momento se percató de que, en la habitación contigua, una figura se acercaba lentamente gateando por el techo, desafiando la gravedad y la cordura. Su sola visión podía enloquecer.
A pesar de que los miembros que sobresalían de los negros harapos que la cubrían eran humanos, los movimientos eran más propios de un insecto.
La chiquita, sin darse cuenta del peligro que acechaba a unos escasos metros de su espalda, esperaba pacientemente a que su hermana se rindiera.
Concentrada en no reír ante el avistamiento de los vanos ataques sorpresivos de Rina en cada rincón y espacio sospechoso del baldío, no percibió el lento y fantasmagórico descender de unos pies desnudos y sucios a la altura de su cabeza.
No hubo pisadas.
Mariela apenas tuvo tiempo de percatarse de la mano de largas uñas que se cerró fuertemente sobre su cabecita.
Cuando aquellos ojos negros y vacíos se posaron sobre los suyos, mientras su frágil cuello se rompía como si se tratase de un simple cabito de uvas, la hermanita de Rina apenas logró darse cuenta de que había perdido su vida.

Dos días después, encontrarían su cuerpo a orillas del río Paraná. Sin su cuero cabelludo ni sus dos manitos, semejaba una muñeca rota y abandonada, víctima de un espeluznante juego.






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