4 - BFFs

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– Rina... ¡Rinaaaaa! ¡Despertate, vamos! Está bárbaro el día, no lo desperdicies en la cama. ¡Dale! ¡Levantateeeee!
Marina abrió los ojos. La eterna rompehuevos y corta-sueño que la sacudía, era Fernanda, su mejor amiga y vecina.
– Ya está la pesada... – se quejó escondiendo su rostro en la almohada. La luz de la mañana entraba a borbotones por los cristales de la ventana. Incluso podía vislumbrarse ya un hermoso y despejado cielo azul de verano. Pero odiaba levantarse. Era lo que más le costaba en todo el universo.
– Ah, claro... Yo, la pesada. ¡YO! ¡Que desperdicié toda una vida criándote! – comenzó a gimotear Fernanda, llevándose las manos al pecho–. Y ahora me devolvés todo el cariño que te brindé, de esta vil manera, con una fría bofetada en el rostro. Ya me lo habría advertido mi madre: cría cuervos y te comerán los dedos...
– ¡Los ojos, naba! –Rina comenzó a vestirse, una pequeña sonrisa asomaba a sus labios–. Hay, Fer, podrías ser actriz de novelas... si al menos pudieras aprenderte los libretos –rió. Su risa, tan escasa últimamente, no dejaba de ser contagiosa.
– Acepto las críticas de mi público culebronero – replicó la otra con reverencias.
– Soy tu fan. –Se había calzado ya sus gastados shorts de jean y su musculosa roja, la cual le quedaba chica y pronunciaba bastante sus nuevas curvas.
Fernanda no dejaba de sorprenderse de la rapidez con la que se habían desarrollado los senos de Rina después de cumplir los 14. Su amiga hasta tenía más delantera que ella.
Aún así, no podía quejarse. En una era light, en la que se privilegiaba el cuerpo sobre todas las cosas, Fer sabía que tenía un físico que muchas desearían tener... y jamás hacía dieta. Aunque no se consideraba tan linda como Rina, sabía que contaba con un gran atractivo pero, sobre todo, con una personalidad avasallante, como sus amigos y familiares no dejaban de recalcar.
– ¿Qué más se puede pedir a los 15?
– Ya te regalé el bolso. Dejá de robar todo el año con la excusa de tu cumple...
– No me refería a eso jajaja. Hablaba conmigo misma mientras te envidiaba tus lolas... – sonrió despreocupada.
– ¿Eh??? – se tapó el pecho sonrojada. Su compañera siempre andaba diciendo cosas como esas, cuando el resto de las adolescentes de su edad en Santa María no se atrevía a hablar de nada que tuviera que ver con el desarrollo físico.
No tenían la culpa. Las madres del pueblo eran muy recatadas y se avergonzaban de hablar de temas tan impúdicos como la pubertad y los cambios hormonales. Ni mencionar el sexo, tema que Fer sacaba a colación en cualquier charla con tanta naturalidad como ir de camping. No por experiencia propia, claro.
Quizás, Fernanda Vázquez debía su irreverente forma de ser a su propia madre, que era de Buenos Aires y, en consecuencia, menos cerrada. Y si no fuera por madre e hija, Rina se hubiera pegado un gran susto con su primera menstruación. Gracias a Dios se adelantaron a explicárselo unos meses antes, porque su propia madre desviaba la mirada y cambiaba de tema apenas presentía una minúscula aproximación de Marina a "una de esas conversaciones".
– Tu problema es que siempre decís lo que pensás.
– ¿Qué querés que le haga? Soy impulsiva, tengo sangre porteña, vistes –imitó el tonito tan despreciado por los del Interior. A pesar de que sus padres eran porteños, ella y Rina siempre se manifestaron en contra de los bonaerenses. En verano, el camping se llenaba de turistas, sobre todo, "unitarios"; y era una lucha diaria el tener que lidiar con ellos todos los días en el supermercado y el microcentro.
– ¡Porteña trucha! – acusó Rina tirándole con un almohadón.
– ¡No digá eso, no digá, que te voy a romper el alma con la chancleta podrida que tené ahí, que tené!
Rina rompió a carcajadas y Fernanda se le unió. Desde la escalera les llegó la voz de la señora Mancher: – ¿Por qué tanto barullo ahí arriba? Vengan a la cocina antes de que se enfríe el desayuno.
Las chicas callaron divertidas. Al instante, Fer agregó suavemente – No se habrá enojado...
– ¡Qué se va a enojar! Si es un pan de Dios mi vieja. Nunca se enoja con nadie. Vos la conocés.
–Sí, pero desde lo de Mariela... No sé. Siento que los chistes y la risa, a veces, pueden caer como falta de respeto.
Los ojos de Rina perdieron su brillo. – A todos nos duele mucho su pérdida todavía –sintió como el nudo afloraba otra vez a su garganta, pero enseguida lo despejó–. Eso no quiere decir que no podamos seguir adelante. Igual, no hablemos de eso ahora. Hoy hace un día hermoso y no me la quiero pasar por ahí como una depresiva.
– Perdoname, Rina –se disculpó–. Sé que es una herida que no va a sanar tan fácilmente.
–No es culpa tuya –alcanzó a sonreírle–. Siempre va a haber algún comentario al respecto hasta que pase algún tiempo. Si no sos vos, es otro. Tengo que empezar a acorazarme. La miró a la cara y agregó– Y no hubiera podido ni siquiera sonreír un poquito después de lo que pasó si vos no venías con tus boludeces a hincharme las pelotas todos los días.
– Los ovarios – la corrigió Fernanda ya aliviada u nuevamente sarcástica. Había pasado lo peor. A lo hecho, pecho, pensó, y empujó a su amiga fuera de la habitación. – Te me estás poniendo malaspalabrosa, Mancher.
–Tengo una buena maestra – le insinuó la otra.
– ¿Te estás refiriendo a moi? – replicó pícaramente.
Cuando llegaron a la cocina, ya habían pasado a temas más triviales. La madre de Marina las estaba esperando sentada a la mesa, preparando unas tostadas con crema y azúcar. Los vasos con las chocolatadas estaban limpiamente ubicados frente a sus respectivos asientos y un bondadoso pedazo de bizcochuelo con dulce de leche esperaba en el centro a que lo comiesen.
– Creo que voy a quedarme a vivir en esta cocina, si no le importa... –pronunció goloza Fernanda, mirando el abundante desayuno que descansaba frente a ella.

Los 7 de Santa MaríaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora