Prólogo - DESEMBARCO

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La Banda Oriental, 1809.

Un proyecto cuyo objetivo era el cruce de un continente a otro, no podía durar menos de 90 días. A ello debían sumarse las vicisitudes del clima, la falta de precisión de los instrumentos de orientación, los cálculos casi siempre erróneos sobre las provisiones, las enfermedades a bordo... En resumen, era sabido que todo viaje transatlántico significaba una osadía, un acto digno de los más fuertes, porque los débiles de espíritu inevitablemente perecerían sin despertar la menor compasión de los demás tripulantes.
Sin embargo, muchos de los que habían abordado aquel barco en Inglaterra tenían suficientes razones para justificar el tremendo esfuerzo. Sabían a lo que se arriesgaban, pero también entendían que, de no embarcarse a un destino lejano, sufrirían peores consecuencias quedándose.
La mayoría de aquellos viajeros escapaba. De la intolerancia religiosa, de dificultades económicas, de enrolamientos militares, algún crimen... O simplemente porque necesitaban desarraigarse de un continente europeo que, a pesar de jactarse de una inundación de ideas modernas en las últimas décadas, seguía aferrado a la vieja rigidez que no daba oportunidades de avanzar en las escalas sociales.
Se trataba, en suma, de un grupo de hombres, mujeres y niños, sin distinción de clases, ya que todos habían caído en la misma: eran parias. Desempleados, idealistas, menesterosos... Estos emigrantes anglosajones buscaban un refugio, alimentando la esperanza de que el Nuevo Mundo les brindaría los cambios que necesitaban en sus vidas.
Pero a pesar de todos los obstáculos que se esperaban -y aceptaban- para aquel tipo de viaje, tan propios de todos los cruces practicados en el enorme Océano, ni el marino más calculador hubiera vislumbrado lo que el destino les tenía cruelmente preparado.

Todo empezó a los pocos días de alejarse del puerto: uno de los niños desapareció.
Se trataba de un chiquito que gustaba de escapar durante las noches. Sus padres conocían bien sus picardías que no duraban más de unas horas, y que permitían dado el aburrimiento a bordo y a sabiendas de que dentro de un barco -incluso de grandes dimensiones como aquél-, era imposible perderse.
Pero en vano fueron las intensivas búsquedas. Al punto que se concluyó que el infante desaparecido posiblemente había caído al mar en alguna de sus travesuras y, desafortunadamente, nada podía hacerse ya al respecto.
Todo hubiese concluido ahí si no fuera porque, días después, el mismo caso se repitió. Esta vez, con una niña de la misma edad que su antecesor.
Se organizó otra búsqueda desesperada hasta que, finalmente, en una de las literas perteneciente a un marinero de pocos amigos, se encontró un retazo ensangrentado de las prendas de la víctima.
Enseguida se ordenó echar al desgraciado a las fauces del Océano. Pero los infanticidios continuaron. Y horribles restos de las víctimas fueron dejados cada vez con mayor descuido en cada nuevo caso.
Las madres, inconsolables, no dejaban de señalar culpables y la histeria colectiva no disminuyó cuando, un mes más tarde, el noveno y último niño a bordo, siguió el destino de los demás.
El verdadero caos se cirnió entonces sobre la nave. La desconfianza derivó en violencia. No transcurrían noches sin altercados entre los marinos, mientras que los cónyuges víctimas de la tragedia ocurrida a sus retoños, se echaban la culpa descaradamente entre ellos, condenándose, golpeándose. La tripulación entera era una amenaza; nadie quería dar la espalda al otro. Peleas, escarnios, gritos, comenzaron a antojarse rutinarios. El odio era tangible. El menor de los acontecimientos era excusa para explotar contra los demás, como si la Diosa de la Discordia hubiese dado a probar a cada viajero una de sus ponzoñosas manzanas, promoviendo la furia incontrolable y divirtiéndose en grande ante la vorágine impulsada.
Y como si las desgracias fueran escasas, se sumó un brote de cólera, haciendo que el barco perdiese más tripulantes. La mugre y el hacinamiento cotidianos en que se vivía, no ayudaban a la erradicación del problema. Los cuerpos enfermos empezaron a colmar tanto el interior como el exterior de la nave, los malos olores aumentaban, y la claustrofobia crecía por horas. Algunas personas cedían a la locura que las rodeaba, tirándose por propia voluntad al mar, mientras que otras sufrían el mismo destino pero como víctimas de algún exabrupto incontenible.
El tiempo se hizo eterno, cobrando el sentido que se le da en los sueños, en los que bastan segundos para que una historia -muchas veces macabra- se desarrolle. Los emigrantes vivían una pesadilla que, aún en la vigilia, alcanzaba dimensiones oníricas, porque el terror terminaría acudiendo una vez la violencia mundana hubiera llegado a sus límites.

A mitad del trayecto, las noches dejaron de representar un lugar de escape a la locura diurna. Repentinamente se instalaron en ellas formas oscuras, portadoras de miedos latentes y despertares bruscos, llenos de premoniciones catastróficas. Los nuevos horrores llegaban de la mano de seres incapaces de misericordia. Seres de ojos muertos, cuyos labios sonreían ante la impotencia de sus víctimas.
Muchos creyeron que finalmente se habían vuelto orates porque ya no distinguían la realidad de las pesadillas. El terror continuaba a pesar de mantener los ojos abiertos. Seguían viendo demonios entre las sombras y sentían sus garras acariciando sus cuellos aún cuando el sol se mantuviese alto en el cielo.
Criaturas terribles habían sido engendradas en el seno del caos ¿O es que sólo habían estado esperando el momento oportuno para emerger?

Comenzó a surgir, entre quienes quedaban, un deseo cada vez más vehemente de terminar con el sufrimiento de la manera más directa. Era la Muerte la que se cernía majestuosa e inevitable sobre aquel viaje y era a ella a quién, con demasiada frecuencia, se le estaba rindiendo tributo. La resignación adornaba la última etapa del trayecto y la Oscuridad no dejó de aprovechar aquella ventaja.

Cuando la nave llegó al puerto de Montevideo, sólo 24 de los 217 pasajeros desembarcaron a salvo en América; Entre ellos, un marino irlandés que se obligó enterrar los terribles acontecimientos en lo más profundo de su memoria como única manera de superar lo acaecido. Más tarde, ese mismo personaje formaría parte del Movimiento Revolucionario de 1810 y el Nuevo Mundo le acogería como a uno de sus héroes. Pero esa es otra historia.

Entretanto, la turbación de los americanos no podía ser mayor: un navío fantasma había arribado a sus puertas y sus tripulantes -varios de los cuales ni siquiera lograban articular palabra- claramente rayaban en la locura. La prensa local llenó al hecho de adjetivos sobrenaturales y, por meses, se intentó esclarecer el caso en las tertulias del lugar, más nadie resolvió el misterio que rodeó a aquel barco ni la causa de todas sus desgracias.

Quizá la respuesta a todas estas incógnitas se hubieran entrevisto el mismo día del desembarco cuando, en la confusión de los eventos, siete siluetas lograron escabullirse silenciosamente entre la multitud, todas ataviadas de ruinosas prendas que dejaron arrastrar por los caminos polvorientos.
Sin apuro, se alejaron de Montevideo, rumbo al Oeste.

Los 7 de Santa MaríaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora