6 - El Enano y el Basural

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El 28 de enero fue un día totalmente húmedo y pegajoso para los habitantes de Santa María. Los mosquitos y jejenes parecían haberse multiplicado por mil en los últimos días y molestaban tanto a la sombra como en el sol, dentro o fuera de la casa. Estaban inmunes a los espirales y, cada vez que se mataba uno, parecía que otros diez venían al funeral. Para colmo, según la radio, la sensación térmica llegaba a los 40 grados y las madres obligaban a sus hijos a tomar agua cada media hora por miedo a que se deshidrataran. Había fiebre en el ambiente.

Marcos se estaba apresurando a salir de su casa. En lo posible, sin ruidos porque no quería despertar a su padre. Aunque esto hubiera resultado bastante difícil: antes de salir, alcanzó a divisar media docena de porrones vacíos sobre la mesa.
Desde el divorcio su padre no había dejado de decaer y se entregaba la bebida tanto los días que no tenía que trabajar como las noches que no podía dormir (que eran unas cuántas a la semana). A pesar de todo, no era un mal progenitor; lo acompañaba a la escuela, uno o dos días al mes iban a pescar juntos, y hasta lo dejaba ver Los Simpson de vez en cuando en vez de quedarse mirando el noticiero. Lástima, lo inevitable: era un alcohólico y, como tal, se la pasaba inconsciente la mayoría del tiempo, por lo que Marcos debía encargarse de todas las faenas de la casa y estar siempre atento a su viejo para que éste no se hiciera algún daño grave. Nunca pudo darse cuenta de cuándo exactamente padre hijo habían intercambiado sus roles.
Sacó su vieja bicicleta del garaje; pequeña, para un chico ni tan alto ni tan grande, mejor dicho, para un petiso. Se dirigió al camino arrastrándola y, una vez allí, comenzó la marcha. Tenía mucho que hacer ese día: ir al supermercado por comida, comprar aceite para la chata de su padre y conseguir algunos petardos que pensaba utilizar contra las abominables ratas que se amuchonaban en el lavadero. El trayecto era de casi 6 kilómetros ida y vuelta, y dentro de una hora y media ya sería mediodía. Apresuró el pedaleo.

Ahora pasaba por el Basural. Siempre había sentido un gran conflicto interno de atracción-rechazo por ese lugar. Por un lado, le producía miedo el saber que podía toparse con tal cantidad de roedores y quién sabe cuántos bichos mugrientos en sus rincones; por otro, la eterna posibilidad de encontrarse con distintos tesoros invaluables lo seducía terriblemente. Él era un cachivachero de alma.
Desde donde estaba, logró divisar un reflejo brillante que le llamó la atención. Quizá fuera algo de utilidad. Probablemente volvería más tarde para echar un vistazo.
Luego de 15 minutos, estaba en el centro. Hizo sus compras en el supermercado y consiguió los cohetes en un quiosco cercano -habían sobrado bastantes después de las Fiestas.
Cuando llegó a la estación de servicios, no había nadie. Dió una vuelta alrededor esperando encontrar a alguien pero fue inútil. ¿Dónde podría haberse metido ese viejo desportillado? No se entendía cómo se la había apañado para no fundirse todavía. Nunca estaba para atender a la gente.
A su izquierda, entre las sombras, vislumbró una silueta. Caminó en esa dirección hasta que vió al tipo que se le acercaba. Era alto... tan alto como un edificio (por lo menos, desde su perspectiva) y no había expresión en su rostro. Sus ojos, más fríos que el hielo, apenas se veían bajo la capa de grasa que cubría su cara.
Marcos estaba asustado. Había sido una mala idea llegar hasta ese lugar solo, con todas las muertes de las que se hablaba y los rumores del psicópata suelto. Quizás, sin saberlo, se había conseguido una entrevista con el asesino en persona. Sintió que sus piernas le flaqueaban.
– Buenas... –saludó Octavio, mirando al chico un poco extrañado. ¿Qué le pasaba a ese pendejo? Lo miraba como si tuviera cara de Freddy Krueger o algo así. Capaz que era por la grasa... Ese auto choto estaba para prenderle fuego. No había podido arreglarlo y encima tuvo que comerse toda la mugre. Comenzó a buscar el trapo en su bolsillo trasero.
¡Un cuchillo!, pensó Marcos, en cualquier momento lo saca y me chusea. ¡Por Dios! ¿Para qué carajos vine? Intentó mantener la calma pero no lo logró, sentía que todo su cuerpo temblaba esperando la confrontación. Entonces tomó coraje y atinó a agarrar una piedra lo suficientemente grande del suelo, y levantándola en alto amenazó: – ¡Te acercás un poco más y te reviento piedrazos!
– ¿Pero qué mierda te pasa? –exclamó Octavio, confundido. Solamente a él podía aparecérsele un pendejo loco en pleno mediodía. Levantó ambos brazos como rindiéndose y retrocediendo hasta la oficina. – Mirá, nene, yo no tengo nada contra vos ni con ninguno de los de tu especie. Así que, por favor, pegate una vueltita y dejame en paz. Tengo cosas más importantes que hacer. –Y dicho esto, dio media vuelta y se encaminó a la puerta. De un solo golpe hubiera podido mandarlo al hospital. Con piedritas a él... Sonrío con desdén. Pero no quería problemas, así que decidió no darle bola y comenzó a limpiarse la mugre de la cara.
Marcos se sintió turbado. No podía creerlo ¿Qué hacía él ahí, con un cascote entre sus manos, amenazando al Cabeza Roja con reventarlo, en la estación a la que había ido solamente para comprar una latita de aceite? Observó más atentamente en dirección a la oficina y descubrió al chico que se escondía detrás de la máscara de grasa. No era un hombre, y obvio que tampoco era un psicópata. ¡Se había portado como un imbécil!
Se encaminó al edificio. Debía disculparse. ¿Qué culpa tenía el otro? Debe pensar que tengo algún tornillo aflojado.
Cuando Octavio vió al chico acercándose, se levantó rápidamente del escritorio. A ese Enano le hacía falta un poco de terapia en grupo y él no tenía la paciencia necesaria para tratarlo. A la entrada de Marcos, el muchacho estaba preparado para cualquier cosa, tensos los puños a la espera de la más mínima provocación. Sin embargo, no se esperaba por nada del mundo lo que en su lugar expresó el chico.
– Vengo a disculparme –dijo, ruborizado–, me porté como un tarado. –Y luego agregó, con un gesto aún más remilgado– Pensé que eras algún tipo de asesino o algo así.
Octavio se echó a reír. Era la primera expresión que Marcos le notaba desde su llegada.
– ¿Yo? ¿un asesino? Tendré cara de malo pero ando bastante lejos de lastimar una mosca. –Tomó aliento– Perdoname, nene, pero a vos te tendrían que meter en un cuartito acolchado por un tiempo.
– Sí, lo acepto. Estuve un poco ridículo –se alivió. Ya había pasado lo peor.– No sabía qué hacer cuando me di cuenta de lo mal que estuve. Es que se me pasó por la cabeza todo lo que anduvo ocurriendo estos últimos meses y... 
– No es nada –lo calmó el otro–, te entiendo. A pesar de que no conozco mucho a la gente de acá, se nota que andan algo nerviosos por lo que salió en el diario. Bueno, por lo menos me sacaste el aburrimiento de esta mañana. –Luego, como acordándose de algo repentinamente, cambió de tema:– Ahora, decime ¿qué andas buscando? 
Marcos sonrío. Casi se había olvidado: la chata de su viejo. 
– Venía por una lata de aceite.
– ¿Ajá? –Octavio se dio vuelta y tomó una de las estanterías–. ¿Algo más? 
– No, nada más –nunca había visto un cabello tan rojizo–. ¿Cuánto es? –preguntó por fin.
– Cinco con cincuenta.
Se hizo el cambio de billetes y monedas y Marcos se disponía a marcharse cuando algo lo detuvo.– A propósito, ¿cómo te llamás? 
– Octavio –respondió– ¿y vos? 
– Marcos.
– Es raro. Es la primera vez que hablo con un vago del pueblo, descartando las chicas con las que me topé la otra vez. Acá no son muy amigables que digamos... No tampoco es que yo sea tan sociable pero... –remarcó con sarcasmo.
– No es para tanto, che! Tengo amigos que son muy buenos tipos. Si querés, te los presento.
Octavio se sorprendió por lo rápido que habían ido sucediéndose los acontecimientos. Él nunca había sido de muchos amigos, pero últimamente venía sintiéndose más solo que nunca y, el ponerlo todo en voz alta, hizo que realmente se diera cuenta de ello. Terminó aceptando la oferta de aquel enano.
– Todo bien. Esta tarde paso a buscarte a eso de las... tres ¿puede ser? 
Marcos tendría que avisarle a Jerónimo antes de volver a su casa. A este ritmo, iba a llegar a la una de la tarde.
– Tres y media – convino Octavio.
– O-ka, a las tres treinta estoy acá. Nos vemos entonces –Saludó y se fue en dos segundos. 
Era cierto eso que decían de que los petisos eran siempre medio hiperkinéticos. Poderoso el chiquitín, dijo Octavio por lo bajo y, sonriendo, se entregó nuevamente a sus labores.

 Poderoso el chiquitín, dijo Octavio por lo bajo y, sonriendo, se entregó nuevamente a sus labores

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Estaba otra vez camino a casa. Pasaba por el Basural y volvió a divisar el objeto brillante. El viejo no se va a enojar si llego unos minutos tarde; todavía el reloj no da la una... Se convenció y se dirigió al lugar. Traspasó la puerta de palos y alambres, y se adentró en la jungla de porquerías, autos viejos, chapa rotas y quién sabe qué otra cantidad de cosas capaces de provocar Tétano.
Llegó al lugar donde estaba el atrayente objeto, era una rueda ¡y de bicicleta! No estaba muy vieja, aunque sí se encontraba un poco herrumbrada, pero podía arreglarse con una buena mano de pintura antioxid...
El olor le llamó la atención. ¿Estaban quemando algo? No era plástico o goma... de eso estaba seguro. Éste se parecía más a un asado pasado por... bosta de vaca. No recordaba ningún otro aroma parecido antes captado por su poco experimentada nariz.
Empezó a buscar, guiado por su olfato, entre las pilas de basura. ¿Derecha? No, izquierda. Por acá creo que está... Esa cosa de donde sale el... ¡Mierda!
Ahora sí que no se estaba imaginando nada raro. Eso realmente estaba sucediendo. La visión era horrible: ratas, perros y gatos, esperando a que el fuego los consumiera dentro del círculo. No ladraban, ni maullaban, ni chillaban. Estaban paralizados de terror. O, al menos, eso era lo que Marcos creía.
Lo que más le inquietaba era que ninguno escapaba, habiendo lugares en los que las lenguas de fuego no eran tan intensas. ¿Por qué se quedaban ahí como idiotas, resignados a morir?
La persona que hubiese hecho eso debería de ser alguien realmente enfermo de la cabeza. O medio psicópata, le recordó su mente. ¿Y si el asesino de los nenes andaba por ahí, esperando para agarrarlo?
La adrenalina comenzó a inundarlo. Miró a su alrededor, fijando la vista frenéticamente en cada rincón a dónde no daba el sol. ¿Había realmente alguien allí, acechando en las penumbras? De todas formas, no se quedaría averiguarlo. Dió media vuelta y tomó su bicicleta por el manubrio, la condujo unos metros y se detuvo. El vómito brotó de su garganta tan simple y naturalmente que apenas tuvo tiempo de agacharse, ensuciando parte de su remera y las medias. Su estómago estaba jugandole una mala pasada justo en un momento como ese.
No pudo soportarlo, volvió al círculo y estiró una mano sobre el fuego. Ahora que se encontraba más cerca, el olor era fuertísimo y le provocaba ganas de vomitar otra vez. Se aguantó y tiró de la cola del primer perro que alcanzó, sacándolo de allí inmediatamente. Cuando retiró el brazo notó la fuerza extraordinaria que había tenido que hacer para apartarse del círculo. Es un imán gigantesco, se asustó. Con razón los animales no pueden salir ¿Pero qué clase de brujería es ésta?
Tuvo mucho más cuidado al sacar a los dos gatos pardos. Reconoció a uno de ellos por el collar: era Tomás, el gato de la chica de nombre raro (Lelis, creía que se llamaba), que vivía cerca de la ruta. Pero su casa quedaba a más de 10 kilómetros del Basural. ¿Qué hacía su mascota tan lejos de casa?
Se apresuró a sacar al resto de las criaturas aguantando la respiración y esforzándose más a cada momento. Cuando llegó al último animal (sin contar a las ratas asquerosas, que podían morirse tranquilas nomás), estaba exhausto. Los sobrevivientes sumaban seis en total: dos gatos y cuatro perros. Los espantó todos –lo cual no le fue difícil ya que los animales estaban aterrorizados–, y se llevó al gato de la chica en su bicicleta a toda velocidad y sin mirar atrás. Temía que el asesino saliera de entre los trastos de un momento a otro y empezara a perseguirlo. Con la mascota en mano, no podía maniobrar muy bien y, por lo tanto, tampoco podía mantener demasiado el equilibrio. Pensaba que se caería y ese sería su fin.


Cuando llegó a su casa, trancó la puerta y se dirigió al cuarto de su padre. Éste seguía durmiendo plácidamente y eso lo calmó un poco. Al menos, no lo regañaría por la tardanza. Mejor lo despierto cuando esté la comida, se consoló.
Acomodó el gato en una canasta y lo arrulló cariñosamente por unos minutos. Una vez el animal se tranquilizó, sacó los víveres de la bolsa y situó algunos en la heladera. Puso los platos, los vasos, los cubiertos y dos servilletas. Sacó los fideos, los cocinaría en ese momento.
Prendió la hornalla, puso el agua a hervir, la saló y, después de 40 minutos, ya había racionalizado casi por completo la extraña experiencia de aquella mañana.

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