Entre Ríos, 1999.Nadie sabía de su escape. Simplemente se le había ocurrido luego de la pelea.
Aquella tarde, él y su padre estuvieron a punto de matarse a golpes. Por suerte –y por única vez en su vida–, su madre había intervenido... No es que el acto le hubiese resultado muy beneficioso a ella tampoco.
Maldito irlandés. Sólo existía para joderle la vida a todos los que desafortunadamente lo rodeaban. Pero esta vez había sido la última; él ya no estaría allí para satisfacer la gula de sus puños alcoholizados.Era un día como otros en el que podría calificarse como el verano más agobiante del fin de siglo. Hacía ya un tiempo que se notaba que la estación iba aumentando sus grados descaradamente cada año, y éste no dejaba de confirmar la teoría.
Calzado con unas zapatillas que ya le empezaban a quedar chicas y con la mochila al hombro, con cada paso se sentía más cerca de la deshidratación. Su cabellera pelirroja combinaba perfectamente con su tez sofocada por el calor, siendo que ya sumaba 12 horas de caminata desde que había abandonado el auto de su fuga por haberse quedado sin combustible.Se dirigía a la capital de la provincia, aunque no tenía mucho apuro y estaba dispuesto a trabajar en cualquier changa que lo salvara de su escasez monetaria. Es por esto que cuando se encontró con la localidad de Santa María, no dudó en entrar para probar suerte.
Caminando unos cuántos metros más allá de la arboleda que flanqueaba el camino de entrada, descubrió la estación de servicio.
Desde allí podía ver unas cuántas casitas más, con sus jardines cuidados y autos estacionados... Pero sin gente, sin ruidos, sin música...
De a poco empezó a sentir que ese pueblo parecía desierto.
Se acercó un poco más al puesto de la estación. No podía estar abandonada siendo que se encontraba medianamente limpia y ubicada tan cerca de una ruta principal, donde abundaban automovilistas necesitados de cargar nafta o, aunque más no fuera, de que les limpiaran los malditos bichos del parabrisas que ese verano parecían haberse triplicado.
Ya en la puerta, pudo ver un pequeño cartel improvisado, pegado con cinta adhesiva y escrito en letra pequeña y prolija, que informaba:Cerrado por duelo.
En caso de suma urgensia
se permite abasteserse de
combustivle y luego
arreglamos cuentas.S.
En aquel pueblo todos debían conocerse demasiado bien y ser muy honrados como para confiarse de esa manera... Comenzó a dudar si todavía se encontraba en suelo argentino.Más allá de las faltas de ortografía, lo que no le gustaba era la frase final. El "luego arreglamos cuentas" le recordaba demasiado a su padre cada vez que él se metía donde no debía, u opinaba lo que no debía, o respiraba cuando no debía. Aún tenía demasiado presentes los olores del hospital de la última vez que se había dejado caer por ahí. La causa: se chocó una puerta. La verdad: esa puerta había venido bastante borracha y enfurecida.
Pero ese no era momento de pensar en la relación con su viejo. Ahora debía concentrar sus energías en conseguir el dinero suficiente como para sobrevivir las próximas semanas y meses antes de decidir qué es lo que iba a hacer con el resto de su vida. Y si no lo conseguía en este pueblo, lo haría en el siguiente. Quizás más adelante encontrara un lugar un poco más norm–Están todos en el velorio de Mariela.
La voz lo tomó tan por sorpresa que por poco no grita. En cambio, sólo se quedó muy quieto, esperando. Estaba acostumbrado al miedo.
–¡Qué desgracia! Una nena tan chiquita... De la misma edad que mi nieta...–. El que hablaba era un hombre de unos 70 años al que le faltaba, al menos, media docena de dientes. –Este pueblo está envenenado. Muchos culpan a los turistas pero para mi, la razón es mucho más profunda...– se calló y, por primera vez, lo miró atentamente, expresando un claro gesto de vaguedad. Obviamente lo había confundido con alguien.
–Perdoname. A veces se me mezclan las caras. ¿Te conozco, m'hijo? ¿Qué buscás? No tenés pinta de turista pero tampoco creo que andes de visita. No conozco pueblo más cerrado que Santa María.
–Estoy de paso –respondió–. Pienso llegar a Paraná, pero ando medio seco y esperaba conseguir alguna changa por acá.
–Comprendo, m'hijo. Y creo que puedo ayudarte con algún trabajito en la estación. No me vendría mal aflojarle a ciertas tareas con este calor infernal. ¿Cómo es tu nombre?
–Octavio. Y se lo agradecería muchísimo –dijo en tono remilgado.
–A mi me dicen Santos, que en realidad es mi apellido pero se ha transformado en mi sobrenombre. Después veo dónde puedo acomodarte, porque me imagino que tampoco tenés un lugar donde dormir –no era una pregunta sino una afirmación. El tipo demostraba ser más despierto de lo que sugería a primera vista.
Quedó un momento en pausa, mirando pensativamente a la iglesia, cuando una amarga reflexión escapó de sus labios resecos: –Esperemos que dures...
–¿Eh?
–No es solamente la falta de hospitalidad de este pueblo... Andan pasando cosas feas. Malas... Espero que... no te afecte demasiado.
–No soy de meterme en problemas –convino, el chico, indiferente. Hubiese querido infligir mayor confianza y tranquilidad a su nuevo empleador, pero, sinceramente, se sentía demasiado agotado para alargar la entrevista.
Sin embargo, el viejo agregó: –Me gusta tu actitud, colorado. Y sobre todo, tu tamaño ¿Cuánto medís? ¿Dos metros? Jejeje. Pero no te confíes. No andes solo. No te arriesgues a caminar en la oscuridad. Y si ves algo raro... No lo dudes, solamente corré.
–¿De qué habla? –el viejo lo confundía. Por un lado, le prometía laburo; por el otro, ¿quería asustarlo?Santos no respondió. Su cabeza ya comenzaba a proyectar nuevamente la imagen de su gato degollado. Sabía que no era la única mascota del pueblo que aparecía en esas condiciones. Y ahora, la nenita...
Se alejó despacio, sin pronunciar más palabras. Se dirigía a la iglesia.–Viejo loco –pronunció el Colo, por lo bajo. No tenía idea de cómo iba a volver a contactarlo para saber dónde iba a dormir. Ni siquiera sabía cuál iba a ser su próxima cena. Por lo pronto, ya se había asegurado una changa y la mantendría mientras pudiese (si es que antes no se lo tragaba "la oscuridad" del pueblo).
Se acercó a un banco para poder sacarse la mochila de encima. La tela estaba hirviendo. Al dejarla en el suelo, divisó una mancha oscura junto a las patas del asiento. ¿Aceite o sangre vieja?
–Viejo loco –repitió. Lo único que le faltaba era empezar a alucinar por unas pocas advertencias pavas de un anciano desportillado al que, obviamente, le faltaban varios caramelos en el frasco... No quería creer que en un aburrido pueblo entrerriano y –¡encima!– con un nombre como Santa María, podían pasar cosas feas...y malas. ¡Qué bolazo!
Se acomodó mejor en el banco. Se descalzó, subió sus inflamados pies, bostezó, y en pocos segundos quedó dormido.
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Los 7 de Santa María
HorrorUna localidad entrerriana sufre horribles infanticidios que atormentan a su población, mientras un grupo de chicos va descubriendo poco a poco que los mismos están vinculados a fuerzas paranormales y a una historia que se repite cíclicamente.