XVIII - Pequeño funeral

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Septiembre de 2001

No estaba lloviendo, pero el cielo se encontraba tan nublado que saturaba el aire de tristeza. En el cementerio se encontraba ella junto a su hermana y el sacerdote que oficiaría el funeral. ¿A quién más necesitaba? El padre de su bebé era un hombre que había desaparecido en el mismo instante en que se enteró de su embarazo, llevándose con él todas aquellas promesas de amor, lealtad y el futuro que habían imaginado juntos en la cama del motel al que recurrían cada fin de semana para escapar del mundo.

Su única familia era su hermana y no encontraba razón para invitar a esas personas que en sus buenos momentos eran sus amigos y en los malos unos completos desconocidos.

La tarde de Chicago era melancólica, los árboles se movían al son de un viento frio y las nubes pronosticaban una lluvia más temprano que tarde. Fuera del cementerio Graceland la vida corría con la misma velocidad de siempre, pero en ese lugar, entre las palabras de purgatorio, cielo, benevolencia y cristiandad del viejo sacerdote no existía nada.

Observo el pequeño ataúd de blanco impoluto decorado en tantas flores que casi no podía verse. No sabía que sentir. ¿Debía estar llorando desgarrada por el hijo perdido? ¿Debía estar impávida por el hijo no nacido? Se sentía desapegada de todo, lejana, como sumergida en una bruma gris que lo bloqueaba todo. ¿Acaso a esto es lo que los sicólogos llaman negación?

Se sentía tan perdida.

El ambiente cantaba en silencio una deprimente melodía que era interpretada por el viento recorriendo los árboles y el pájaro ocasional que anunciaba la lluvia.

No quería pensar, no quería entender, no quería asumir el significado de aquella blanca caja frente a ella.

Podía escuchar a través de una bruma a su hermana hablarle. Susurrarle palabras de consuelo al oído. Abrazarla y moverle el cabello como cuando eran pequeñas y ella tenía una pesadilla.

¿Era esto una pesadilla?

Sus ojos verdes se llenaron de lágrimas y su pecho se apretó pero aun así el grito atorado en su garganta no era capaz de escapar. La presión en su pecho simplemente aumentaba y el dolor solo subía con cada segundo que transcurría observando aquella maldita caja blanca.

Quería que todo parara.

Su hijo no podía estar muerto. Ni si quiera le había visto.

Le habían dicho que sería malo, que el verlo solo aumentaría el dolor. Que mejor se quedara con la imagen creada en su cabeza de su pequeño que la visión real de un cuerpo muerto.

Recordaba al doctor diciéndole que aún era joven, que tenía la vida por delante.

¿Qué vida?

¿Acaso el hecho de que ella estuviese viva y su hijo muerto debía ser un consuelo?

No supo en qué momento comenzó a gritar. En qué momento cubrieron la maldita caja con su niño adentro en mugrienta tierra. En qué momento su hermana la saco del cementerio.

No supo cómo llegaron a su casa. Solo se sentía cansada.

–Cariño, creo que deberías hacer ese viaje a Europa que estabas planeando.

Levanto la vista y miro desconcertada a su hermana. – ¿Estás jugando cierto?

¿Realmente ella quería que se fuera? ¿Ahora? ¿Después de esto?

–Elisa, será lo mejor. Este lugar está demasiado cargado de recuerdos.

–No. –y lo decía enserio. Elena estaba loca si creía que se marcharía. –No me iré, no ahora. Debo estar aquí. Cerca de él.

Crónicas de una infancia desafortunadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora