Adiós a la libertad

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¿No es doloroso cuando eres escogido para algo incierto, pero necesario para tus seres queridos? Pues bien, Elizabeth Lionés fue elegida como futura esposa para el ser más temible del país, el rey Demonio.

Tristeza era lo que sentía la joven princesa, la tercera, y reflejaba la entrada al castillo. Elizabeth tembló mientras derramaba lágrimas sin ni siquiera hacer el esfuerzo de detenerlas. Miraba con deseo de quedarse a sus hermanas, Margaret y Verónica, quienes lloraban a todo pulmón. Las abrazó con cariño y temor. Pero que más podían hacer, su destino ya estaba dictado.

Las tres princesas eran observabadas con lástima por algunos caballeros sagrados. Su padre, el rey Baltra, esperó a que terminaran de despedirse de su hermana menor. Elizabeth le dedicó una mirada de súplica a su padre pero al ver el rostro del rey, se rindió. Él estaba destrozado, no quería dar a su hija a un demonio pero por el bien de su pueblo, era lo correcto.

— Padre... — Murmuró Elizabeth, intentando regalarle una sonrisa pues no era justo para él echarle toda la culpa. Y aunque le sonrió, era una sonrisa de melancolía. Aun con su mejor vestido de todo su closet, ella corrió a abrazarlo. — Por favor... Cuida a mis hermanas... Y cuidase.

Baltra correspondió el abrazo con ternura. Sonrió y le dio un beso en frente, como si de una niña pequeña se tratase. — Mi Elizabeth, siempre velaremos por tu bienestar y aunque no estés más con nosotros, recuerda que eres parte importante de tu familia.

— Sí... — Balbuceó Elizabeth intentado inútilmente reprimir pequeños sollozos de su boca.

Todos se encontraban en la entrada del castillo, esperando al carruaje que se llevaría a Elizabeth lejos de su hogar. Pero incluso con el hecho de que ya habían aceptado la situación, no podían evitarse sentir miserables. Las dos princesas se acercaron a su pequeña hermana para entregarle una caja. Elizabeth observó con admiración un arete azul con hermosos patrones, que sacó de la caja.

— Margaret... Verónica... Muchas gracias. — Murmuró Elizabeth con alegría, mientras se lo colocaba en su oreja. Iba a comentarles algo más, pero en eso llegó un carruaje elegante, pero con un toque siniestro. Éste era jalados por una especie de caballos demoniacos.

Asustada, Elizabeth se giró a su padre, quien asintió al saber lo que estaba pensando. El conductor del carruaje bajo junto a otros dos, todos eran demonios. Sin embargo, el conductor poseía una capa que lo cubría por completo y los otros eran pequeños demonios sin forma "humana", eran azules. Los caballeros sagrados estuvieron en alerta ante cualquier actividad sospechosa de aquellos seres.

— ¿Cuál es la humana? — Habló el de capucha, su voz era tosca y ruda imponiendo su poder sobre los humanos. Elizabeth respiró profundamente y se acercó a los demonios para hacer una reverencia. El demonio observó un par de cajas de madera, posiblemente con cosas de la princesa. — Bien. Suban sus cosas, salimos en cuánto terminen.

Rápidamente, Elizabeth abrazó a sus hermanas y su padre. — Por favor, cuidense... Los amo.

(I)

Desde el carruaje, Elizabeth observaba como su libertad desparecía a la vez que se alejaba de su reino, su familia, su hogar. El transporte era muy cómodo, estaba amueblado de tal manera que podía descansar sin problema alguno pero podía sentir una especie de ambiente tenso. Habían parado unas veces para que ella comiera o descansara, no habían sido amables con ella.

No iba a negar que estaba aterrorizada de vivir con demonios y de conocer su futuro marido, el rey Demonio. Respiró profundamente muchas veces, otra vez le estaba entrado un ataque de pánico. Debía recordarse por qué hacía esto, por su familia, su reino, su pueblo.

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