CapítuloII El lugar de los demonios
Ladespedida prometida fue entusiasta. Los arreglos hechos para laexcursión resultaron perfectos; no hubo ningún tropiezo. Elguía, Mustafá Alí, parecía capaz y eficiente, retirándosecuando no se le necesitaba y respondiendo con cortés dignidad cuandose le dirigía la palabra. El día había sido para Diana elsummum del placer físico. Hacía una hora que habían llegado aloasis donde pasarían la primera noche y encontraron el campamentoestablecido ya, las tiendas de campaña alzadas y todo tan ordenadoque sir Aubrey no pudo criticar nada; hasta Stephens, su sirviente,que lo había acompañado en sus viajes desde que Diana era unacriatura, y que era tan difícil de complacer como su amo en lacuestión de campamentos, no pudo hallar falta alguna.
Diana contempló supequeña tienda de campaña con entera satisfacción. Era mucho menorque la que habitualmente utilizaba, ridículamente más pequeñasi se comparaba con la que tuvo en la India el año anterior, con subaño separado y su cuarto de vestir. Los sirvientes habíanabundado también en la India. Aquí el servicio prometía serinadecuado, pero en esta gira se había encaprichado en dejar a unlado las comodidades a que estaba acostumbrada con sir Aubrey, paravivir en forma relativamente primitiva. El estrecho catre de campaña,el baño de zinc, la pequeña mesa plegable y sus dos valijasparecían ocupar todo el espacio disponible. Pero tomó a risa laincomodidad a pesar de haber salpicado el catre al bañarse, y de queel jabón cayó dentro de una de sus botas. Había cambiado su trajede montar por un vestido ceñido de seda verde jade, que terminabaencima de sus finos tobillos, con un escote bajo que revelaba elblanco brillante de su pecho juvenil. Salió de la tienda y se quedóquieta un momento, cambiando una sonrisa divertida con Stephens, quedaba vueltas a su lado con aire dubitativo, un ojo puesto en ella yel otro en su amo. Se había retrasado, y a sir Aubrey legustaba ser puntual para la comida. Este estaba echado en unasilla, con los pies puestos encima de otra.
Diana agitó un dedo conaire de advertencia. —¡Vuela, Stephens, y trae la sopa! Si estáfría se va a armar un escándalo.
Caminó hasta el borde dela lona, que había sido tendida en el suelo delante de las tiendas,y contempló extasiada la escena que la rodeaba, brillándole deentusiasmo los ojos al mirar lentamente alrededor del campamentoenclavado en el oasis: los grupos de palmeras, el desierto quese difundía ondulante, pero que parecía llano a la luz delanochecer, hasta llegar a las colinas distantes que semejabanuna mancha oscura destacándose en el horizonte. Respiróprofundamente. Era el desierto, por fin, el desierto por el cualhabía suspirado toda su vida. Hasta este momento no había sabidocuan intensa había sido esa ansia. Se encontraba extrañamentecómoda, como si la enorme y silenciosa extensión la hubiera estadoesperando como la había estado esperando ella, y ahora quehabía llegado, le diera la bienvenida suavemente, con él
débil rumor de la arenay el misterioso encanto de su superficie cambiante que parecíallamarla.
La voz de su hermano,detrás de ella, la hizo volver a tierra de repente.
—Hastardado un tiempo endemoniado. Volvió ella a la mesa con una débilsonrisa.
—Túno puedes quejarte, Aubrey. Tienes a Stephens para afeitarte ylavarte las manos, pero gracias a esa idiota de Marie yo tengo quehacérmelo todo.
Sir Aubrey retiró lospies de la segunda silla, arrojó el cigarro y, ajustando su monóculocon más agresividad que la habitual, la miró con aire dedesaprobación.
—¿Piensasarreglarte así todas las noches para agradar a Mustafá Alí y a loscamelleros?
—Nopienso invitar al digno Mustafá a comer conmigo, y no tengo lacostumbre de «arreglarme» como tan agradablemente lo hasexpresado, para dar gusto a nadie. Si crees que me visto en elcampamento para agradarte, mi querido Aubrey, te engañas. Lohago enteramente por mi gusto. Esa exploradora que conocimos enLondres, el primer año que empecé a viajar contigo, me explicó elverdadero valor moral y físico de ponerse ropas cómodas y bonitasdespués de pasar un día duro en pantalones y botas. Tú te cambiastambién. ¿Cuál es la diferencia?
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El Arabe
RomansaEl poderoso y tan enigmático como las arenas del desierto, ella audaz y dispuesta a romper las reglas. La historia no es mía le pertenece a Edith M. Hull