Capítulo V Bajo lasestrellas relucientes
Bajo el toldo de latienda, Diana estaba esperando a Gastón y los caballos, colocándosenerviosamente sus guantes de montar. Había llegado al límite máximode excitación. Ahmed Ben Hassan se había marchado el día antes yno era seguro si volvería esa noche o la siguiente, pues respondiócon vaguedad sobre el tiempo que estaría ausente.
Se había registrado unconstante ir y venir entre sus súbditos; mensajeros que llegaban acaballo, exhaustos, a todas horas del día y de la noche, y el sheikhabía parecido inusualmente preocupado. No había dado ninguna razónrelativa a la extraordinaria actividad de su gente y ella no se lohabía preguntado.
En las cuatro semanastranscurridas desde que le prometiera obediencia había estado muysilenciosa. El miedo y el odio hacia él aumentaban diariamente.Aprendió a ahogar los salvajes accesos de rabia y las palabrasiracundas que subían a sus labios. Aprendió a obedecer; unaobediencia de mal grado dada con labios comprimidos y ojosdesafiantes, pero dada, y con un silencio que la sorprendía a ellamisma. Día tras día había seguido la rutina habitual, muda, amenos que él le hablara; y con su atención ocupada en asuntos másallá de las cuatro paredes de la tienda; él no había notado o nole había interesado notar su silencio. Últimamente la había dejadomucho sola;
había salido a caballocon él casi a diario hasta la semana última, en que habíaanunciado secamente que, por el momento, las cabalgatas debían seracortadas y que Gastón la acompañaría. No ofreció ningunaexplicación ni ella la pidió. Había querido ver en eso otro actode tiranía impuesto por el hombre cuyo ejercicio arbitrario delpoder sobre ella y tácita posesión de su persona la sublevabancontinuamente.
Y bajo la sombríasumisión ardía una furia salvaje de rebelión. Buscaba febrilmenteel medio de huir, y ahora la ausencia del sheik parecía ofrecerle laoportunidad esperada. En la soledad de la noche anterior había dadovueltas, impaciente de un lado para el otro del ancho lecho, tratandoen vano de hallar algún medio de aprovechar su libertad relativapara escaparse. Seguro podía hallar alguna forma de eludir lavigilancia de Gastón.
La excitación la habíamantenido despierta la mitad de la noche, y por la mañana hizo ungran esfuerzo para ocultar su agitación y aparecer igual que decostumbre. Incluso había tenido miedo de pedir los caballos antes,por temor de que el valet sospechara algún motivo oculto detrás deese pedido. Después de su petit déjeuner había paseado como locadentro de la tienda, sin poder sentarse, temiendo que en cualquiermomento se produjera la vuelta del sheik y se frustraran susesperanzas.
Miró de nuevo dentro dela habitación y sintió un estremecimiento al recorrer con sus ojosel lujoso decorado y los diferentes objetos que se habían vuelto tancuriosamente familiares en los dos últimos meses. El inesperadomobiliario y la personalidad del hombre quedarían siempre en surecuerdo como un enigma que nunca podría resolver. Había tanto deinexplicable en él y en su modo de vivir. Respiró hondamente ysalió con premura a la luz del sol.
Los caballos estabanesperando y Gastón se encontraba a su lado, presto a sostenerle elestribo. Acarició el belfo suave del hermoso tordillo y le dio unaspalmadas en su cuello satinado, con una mano que temblabaligeramente. Amaba al caballo y hoy iba a ser el medio de salvarla.Respondió el corcel a sus caricias frotándole la nariz contra subrazo y relinchando suavemente. Con una mirada final a la gran tiendadoble y al resto del campamento, montó y echó a andar sin otramirada hacia atrás.
Tenía que ejercer uncontrol rígido sobre sí misma. Anhelaba lanzar a Silver Star agalope tendido para desprenderse de Gastón, pero estaba aúndemasiado cerca del campamento. Debía ser paciente y poner unoscuantos kilómetros entre ella y la posibilidad de una persecuciónantes de intentar nada. Una tentativa prematura solo serviría paraque toda la horda saliera en su búsqueda pisándole los talones.Volvió a su mente el recuerdo de la promesa que había hecho alhombre del cual huía. Le había prometido obediencia, pero no habíaprometido no intentar escapar, y aun si lo hubiera hecho ningunapromesa arrancada por el temor era válida.
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El Arabe
RomanceEl poderoso y tan enigmático como las arenas del desierto, ella audaz y dispuesta a romper las reglas. La historia no es mía le pertenece a Edith M. Hull