Capítulo 7

188 12 1
                                    

Capítulo VII Laemboscada



Diana entró en el livingroom una mañana, alrededor de una semana después de la llegada delvizconde de Saint Hubert. Había esperado encontrar la habitacióndesierta, porque el sheik se había levantado al amanecer y habíamarchado en una de sus expediciones distantes que se habían vueltotan frecuentes, y creía que su amigo lo había acompañado, pero alabrir las cortinas entre las dos habitaciones vio al francés sentadoante el pequeño escritorio, rodeado de papeles y escribiendorápidamente. A su alrededor el suelo estaba cubierto de cuartillasmanuscritas. Era la primera vez que se encontraban solos y ellavaciló con repentina timidez.

Pero Saint Hubert habíaoído el rumor de las colgaduras y se puso de pie con la cortésinclinación que proclamaba su nacionalidad.

—Perdón, madame. ¿Lamolesto? Dígame si estorbo. Temo haber sido muy desordenado —añadió,con una risa de excusa, y mirando el montón de hojas llenas de unaescritura apretada que cubría la alfombra.

Diana avanzó lentamente,sintiendo que un leve rubor cubría su rostro.

—Creí que habíasalido usted con monseñor —dijo.

—Tenía que hacer untrabajo..., algunas notas que transcribir antes de que olvidara loque querían decir; tengo muy mala letra. Además la semana ha sidodura, así que pedí un día de vacaciones. ¿Puedo quedarme? ¿Estáusted segura de que no la incomodo?

Sus ojos compasivos y ladeferencia en su voz hicieron que inesperadamente se le hiciera unnudo en la garganta. Le hizo señas de que siguiera trabajando ysalió.

Detrás de la tienda elrumor habitual del campamento llenaba la atmósfera. Un grupo deárabes, a corta distancia, estaba contemplando a uno de losdomadores educar a un potrillo, criticando ruidosamente y ofreciendotoda clase de consejos, sin amilanarse por la indiferencia con queeran recibidos. Otros pasaban ocupados en las diversas tareasrelacionadas con el campamento, con el desdén oriental por eltiempo, que dejaba para mañana todo cuanto posiblemente pudiera serrelegado hoy. Cerca de ella, uno de los ancianos, más rígido en susconvicciones que la mayoría de los súbditos de Ahmed Ben Hassan,estaba plácidamente entregado a sus rezos, postrándose y cumpliendosu ritual con la sublime indiferencia hacia los demás del mahometanodevoto.

Fuera de su propiatienda, el valet y Henri estaban sentados al sol, Gastón sobre unbalde puesto boca abajo, limpiando un fusil, y su hermano tendido enel suelo espantando perezosamente las moscas con el paño que habíaestado sacando brillo a las botas de montar del vizconde. Amboshombres hablaban rápidamente con frecuentes estallidos de alegrerisa. El perro persa estaba echado a sus pies. Alzó la cabeza alaparecer Diana y levantándose se acercó lentamente a ella paraponérsele en dos patas, colocándole las delanteras sobre loshombros y haciendo torpes esfuerzos por lamerle la cara. Ella lo hizobajar con dificultad, inclinándose para besarle la peluda cabeza.

Miró la mujer a lolejos, a través del desierto, más allá de las últimas palmeras,el oasis. Había una ligera bruma que reverberaba con el calor yesfumaba la silueta de las colinas distantes. Una suave brisa le hizosentir con más intensidad el olor acre de los camellos, y el crujidodel aparejo del pozo que sonaba no muy lejos.

Diana exhaló un suspiro.Todo era tan familiar. Le parecía no haber conocido otra vida fuerade esta existencia nómada. Los años anteriores se habíanconvertido en una especie de vago recuerdo; la época en que viajabaincesantemente con su hermano alrededor del mundo parecía muyremota. Había existido entonces, llenando su vida con el deporte,inconsciente de algo que faltaba en su naturaleza, y ahora por finestaba viva, y el corazón de cuya existencia había dudado ardía ylatía con una pasión que la estaba consumiendo. Sus ojosrecorrieron nostálgicamente el campamento con una luz muy tierna enellos. Todo cuanto veía estaba relacionado con el hombre que eradueño de ello. Se sentía orgullosa de él, orgullosa de susmagníficas dotes físicas, orgullosa de la autoridad que ejercíasobre sus turbulentos súbditos, orgullosa con el orgullo de la mujerprimitiva por el hombre dominante que gobernaba a sus semejantes conla fuerza y el temor.

El ArabeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora