Capítulo IX La vidade un sheik
Era de noche cuando Dianaabrió los ojos, adormilados y pesados, con un gusto amargo en laboca a consecuencia de los efectos de la droga que le había dadoSaint Hubert.
Todas sus cosas estabanpreparadas para cuando se despertara con los pequeños toques quecaracterizaban a Zilah, pero la muchacha árabe no estaba visible. Lalámpara se mantenía encendida y Diana volvió lánguidamente lacabeza, aún semidormida, para mirar el reloj. La campanilla deldespertador sonó siete veces, y recordando de golpe se levantó deun salto. Más de doce horas habían transcurrido desde que searrodilló junto a él después de tomar el café que le había dadoRaoul. Comprendió lo que había hecho y trató de sentiragradecimiento, pero el pensamiento de lo que podía haber sucedidodurante esas doce horas que ella había dormido como un leño erahorrible.
Se vistió conapresuramiento febril y fue a la habitación exterior. Estaba llenade árabes, a muchos de los cuales no reconoció y se dio cuenta deque debían pertenecer a los refuerzos que había mandado llamarAhmed Ben Hassan. Dos de ellos, que por su aspecto debían ser jefesde menor categoría, hablaban en voz baja con Saint Hubert, queparecía agotado. Los demás estaban agrupados alrededor del diván,mirando al sheik todavía sin conocimiento. La agitación y eldelirio de la mañana habían pasado y ahora un sopor de muerte loenvolvía todo. Junto a él estaba Yusef, cuyo aire arrogantehabitual se había transformado en una actitud de profundo pesar, ysus ojos, que estaban fijos en el rostro de Ahmed Ben Hassan, teníanla misma expresión que los de un perro apaleado.
Gradualmente la tienda sefue vaciando hasta quedar solamente Yusef, y por último, aunque demala gana, también él la abandonó, deteniéndose en la entradapara hablar con Saint Hubert, que acababa de despedirse de los dosjefes.
El vizconde volviótrayendo una silla para Diana y la hizo sentarse en ella con suaveimperio.
—Siéntese —le dijocasi con aspereza—. Parece un fantasma. Ella lo miró con aire dereproche.
—Usted puso una drogaen el café, Raoul. Si hubiera muerto hoy mientras yo dormía, creoque nunca podría perdonárselo.
—Mi querida niña —ledijo Saint Hubert con tono grave—, usted no se da cuenta de locerca que estaba de un colapso. Si no la hubiera hecho dormir, seríantres, en lugar de dos, los pacientes a atender.
—Soy una desagradecida—murmuró ella con una sonrisa trémula.
Saint Hubert acercó unasilla y se dejó caer en ella exhausto. Estaba cansadísimo; latensión de las últimas veinticuatro horas había sido tremenda.Abrigaba el temor, que rápidamente se estaba transformando enconvicción, de que sus conocimientos no iban a bastar para salvar lavida de su amigo, y además de esa ansiedad y del cansancio físico,había librado una violenta lucha consigo mismo todo el día,arrancando de su corazón la envidia y los celos que lo llenaban, yescondiendo su amor como un tesoro secreto que debía permaneceroculto para siempre. Su afecto por Ahmed Ben Hassan había triunfadoen la prueba más difícil que podía habérsele impuesto, y habíasalido de ella fortalecido y refinado, eliminando todo vestigio deegoísmo. Fue la lucha más dura de su vida, pero ya había concluidoy toda la amargura desapareció, dejando solo un deseo inmenso de queDiana fuera feliz, eliminando otro pensamiento. Le quedaba unconsuelo; no sería simplemente inútil. Ella necesitaba su ayuda ysu simpatía, y solo por eso se contentaba.
La contempló a travésdel diván y el cambio que había experimentado en las últimas horaslo impresionó penosamente. La vivacidad característica en ellahabía desaparecido. La figura esbelta caída indolentemente en lasilla, la cara pálida con nuevos sufrimientos dibujados en ella ysus ojos preñados de muda angustia, eran propios de una mujer hecha.Y aunque le molestaba el cambio, hubiera preferido que fuera máscompleto. El freno que imponía a sus sentimientos no era natural. Nohacía preguntas y no derramaba lágrimas. Hubiera podido soportarambas cosas mejor que la silenciosa angustia de su cara. Temía lasconsecuencias de la emoción que estaba reprimiendo tan rígidamente.
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El Arabe
RomanceEl poderoso y tan enigmático como las arenas del desierto, ella audaz y dispuesta a romper las reglas. La historia no es mía le pertenece a Edith M. Hull