Capítulo VI Uncarácter sombrío y extraño
Dianaestaba sentada en el diván del living room demorándose ante sudesayuno, con una taza de café en la mano y la dorada cabezareclinada sobre una revista que tenía sobre las rodillas. Era unarevista francesa de fecha reciente, dejada unos días atrás por unholandés que estaba realizando una excursión por el desierto y quehabía solicitado hospitalidad por una noche. Diana no pudo verlo, ysolo después de que el viajero hubo cenado en su tienda, el sheik leenvió el habitual mensaje ampuloso, que a pesar de estar redactadocon palabras melosas, equivalía prácticamente a una orden de que sepresentara a tomar café.
Fueron atendidos porsirvientes indígenas solamente, y quien lo recibió fue un árabesin ninguna influencia occidental usando su idioma, que el holandéshablaba con fluidez. Este puso a su disposición su persona, sussirvientes y sus bienes, con la insinceridad oriental que el viajeroya conocía. El holandés, por su parte, devolvió el cumplido conlas frases rituales que el árabe esperaba.
En una o dos ocasiones,mientras conversaban, una voz apagada de mujer había llegado a oídosdel holandés a través de las espesas cortinas, pero conocíademasiado bien el terreno que pisaba para dejar asomar en su rostroninguna expresión que lo delatara, y sonrió irónicamente para susadentros al pensar en el cambio que se operaría en el rostro severode su grave e impasible anfitrión si él hiciera alguna preguntaindiscreta. Era un hombre de edad y de buen corazón, y no pudo menosde pensar en el castigo que sufriría la muchacha de la habitacióncontigua por haber dejado oír su voz. Se marchó a la mañanasiguiente sin haber visto de nuevo al sheik, escoltado durante unpequeño trecho por Yusef y unos cuantos hombres.
Diana leía con avidez.Cualquier lectura nueva era para ella algo precioso. Parecía unmuchacho esbelto con su camisa de montar y sus pantalones biencortados, con una pierna debajo de ella y la otra balanceándosecontra el lado del diván. Terminó apresuradamente su café ydespués de encender un cigarrillo se reclinó con un suspiro desatisfacción, absorta en su revista.
Habían transcurrido dosmeses desde su loca fuga, desde su escapatoria en busca de lalibertad, que había terminado trágicamente para el hermoso SilverStar y en forma tan inesperada para ella. Había vivido semanas deintensa felicidad mezclada con agudo sufrimiento, porque la alegríaperfecta de estar con él se veía disminuida por el anheloapasionado de su amor. Hasta lo que la rodeaba había adquirido unnuevo aspecto, porque su felicidad coloreaba todo. El lujo orientalde la tienda y su mobiliario no le parecía ya teatral, sino el marconatural para el magnífico ejemplar de virilidad que se rodeaba detodo un ambiente amado por los nativos. Pero ella nunca había podidodeterminar si era para satisfacer sus gustos o para impresionar a sussúbditos. Las bellezas y los atractivos del desierto se habíanmultiplicado cien veces. Los salvajes cabileños con sus costumbresprimitivas y su fiereza, habían dejado de disgustarla, y la vidalibre con su ejercicio constante y simple rutina era cada vez másapreciada por ella. El campamento fue trasladado varias veces—siempre hacia el sur— y cada cambio había sido fuente de mayorinterés.
Y desde la noche en quela había llevado de vuelta había sido amable con ella; mucho másamable de lo que hubiera podido imaginar. No había vuelto areferirse a su fuga o a la muerte del caballo que tanto valoraba; eneso había sido generoso. Terminado el episodio no quería volver amencionarlo. Pero no había en él nada más que amabilidad. Lapasión que asomaba frecuentemente en sus ojos oscuros no era el amorque ella ambicionaba, era solo el deseo despertado por su físicofuera de lo común, y su total diferencia con las otras mujeres quehabían pasado por sus manos. El recuerdo perpetuo de esas otras leproducía siempre una vergüenza que solo era superada por suardiente amor, y unos celos locos que la torturaban con dudas ytemores, un demonio siempre presente que le recordaba el pasado,cuando no era ella la que estaba en sus brazos, ni sus labios los querecibían sus besos. El conocimiento de que los besos que anhelabahabían sido compartidos por les autres, era una herida abierta queno quería cicatrizar.
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El Arabe
RomantiekEl poderoso y tan enigmático como las arenas del desierto, ella audaz y dispuesta a romper las reglas. La historia no es mía le pertenece a Edith M. Hull