Capítulo 8

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Capítulo VIII Elsheik ladrón



Lenta y penosamente,entre oleadas de terribles náuseas y con el rumor de aguas profundasen sus oídos, Diana fue recobrando el conocimiento. Le dolíahorriblemente la cabeza y sentía sus miembros acalambrados y llenosde contusiones. El dolor físico embotaba su memoria y en el primermomento el pensamiento estaba confundido con el sufrimiento corporal.Pero gradualmente se fue despejando la niebla de su mente y lamemoria volvió poco a poco. Recordó incidentes fragmentarios de loque había sucedido antes de caer en el olvido del que acababa desalir. Gastón, el horror y la resolución en sus ojos, el temorconvulsivo de sus labios al mirarla de frente en el último momento,su propio temor —no de la muerte inminente, sino de que le fueraarrebatada la salvación que ofrecía—. Luego, antes de que elvalet pudiera llevar a cabo su acto de suprema devoción, habíallegado la lluvia de balas y había caído sobre ella, saturando conla sangre, que manaba de las heridas, su chaqueta de hilo, y rodandoa sus pies. Recordaba vagamente las figuras que se abalanzaron sobreella, y luego nada más.

Tenía cerrados los ojosaún; le pesaban los párpados como si fueran de plomo y el esfuerzonecesario para abrirlos sobrepasaba sus fuerzas. «Gastón», murmuródébilmente, y extendió la mano. Pero en lugar de su cuerpo o de la| arena seca y ardiente que sus dedos habían esperado encontrar, secerraron sobre muelles cojines. Con el choque | que esto le produjose incorporó de golpe, con los ojos muy

abiertos, pero débil ymareada volvió a caer, cubriéndose la cara con la mano para taparla luz que hería como una | daga sus órbitas doloridas.

' Durante un ratopermaneció inmóvil, luchando contra la debilidad que la vencía, ypoco a poco fue pasando la horrible náusea y cedió el agudo dolorde cabeza, quedando solo una molestia sorda. El deseo de saber dóndeestaba y qué había sucedido la hizo olvidar su cuerpo magullado. |Apartó ligeramente el brazo de sus ojos para poder ver, y mirócautelosamente por las pestañas entrecerradas, cu-| briéndose conla manga de la chaqueta. Estaba acostada en una pila de almohadonesen un rincón de una pequeña Í tienda, que no tenía ningún otromobiliario salvo la alfombra que cubría el piso. En un rincónopuesto de la estancia, una mujer árabe estaba acurrucada sobre unpequeño brasero, y sentía el olor penetrante del café nativo.Volvió a cerrar los ojos con un estremecimiento. Debía de estar enel campamento del sheik ladrón, Ibrahim |0mar.

| Permaneció inmóvil,acostada entre los almohadones y mordiendo la manga de su chaquetapara ahogar el gemido que pugnaba por salir de sus labios. Se leanudó la garganta al pensar en Gastón. En aquellos últimosmomentos todas las desigualdades de clase habían sido barridas poral peligro común: habían sido solamente un hombre y una mujer en suúltimo momento. Recordaba cómo, cuando ella se arrimó a él, sumano había buscado y estrechado la suya, comunicándole valor ysimpatía. Había hecho todo cuanto pudo, había escudado el cuerpode ella con el suyo, y debieron capturarla pasando por encima de sufigura exánime. Había probado su fidelidad sacrificando la vida porsalvar al juguete de su amo. Gastón casi seguramente había muerto,pero ella estaba viva y debía de conservar su energía para cuandola necesitara. Reprimió la emoción y con un esfuerzo dominó elviolento temblor de sus miembros. Se sentó lentamente, mirando a lamujer árabe, que al oírla moverse se volvió para mirarla.

Instantáneamentecomprendió Diana que no debía esperar ayuda ni compasión de ella.Era una mujer agraciada que debió ser bonita de joven, pero no habíaningún signo de suavidad en su cara sombría y sus ojos vengativos.Diana sintió que la patente amenaza en la expresión de la mujer erainspirada por odio personal y la molestia que le ocasionaba supresencia en la tienda. Y esa sensación fue el acicate necesariopara el valor que iba recobrando rápidamente. La miró con toda laaltivez de que era capaz; había descubierto su poder entre losnativos de la India el año anterior, y en el desierto solamentehabía un árabe cuyos ojos no cedían ante los de ella; un instantedespués, murmurando sordamente, la mujer volvió a ocuparse delcafé.

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