Capítulo IV En dondemanda el sheik
«iUn mes! ¡Treinta y undías! ¡Santo Dios! Solo treinta y un días. Parece toda una vida ysolo hace un mes que salí de Biskra. ¡Un mes! ¡Un mes!»
Diana se echó de bruces,sepultando la cabeza en los cojines del diván, apartando de su vistael lujo bárbaro del ambiente y temblando convulsivamente. Nolloraba. El colapso completo de la primera noche no había vuelto arepetirse. Con frecuencia habían asomado a sus ojos lágrimas devergüenza y rabia, pero no las había dejado brotar. No quería dara su raptor la satisfacción de saber que podía hacerla llorar. Suorgullo se resistía a morir. Su mente volvía a recordar los días ynoches de angustia, el choque perpetuo de voluntad contra voluntad,la obediencia a la que había sido forzada durante ese mes de horror.Un mes de experimentar tal amargura que se maravillaba ella misma deque aún le quedara valor de rebelarse. Por primera vez en su vidahabía tenido que obedecer. Por primera vez la habían hecho sentirla inferioridad de su sexo. El hábito de años se había derrumbadoante la experiencia. La situación hipotética en que se habíamantenido con respecto a Aubrey y sus amigos no era tolerada aquí,en donde a cada instante se le hacía sentir intensamente que era
una mujer, obligada asometerse a todo lo que su sexo la exponía, obligada a soportar todocuanto él quisiera imponerle: un objeto, una esclava obligada aobedecer sus órdenes, a soportar su agrado y desagrado, sacudidahasta las raíces mismas de su ser con el trastorno de susconvicciones y la violencia implacable perpetrada contra sutemperamento frío y sensual.
Esa humillación quemabasu corazón orgulloso. El era despiadado en su arrogancia, despiadadoen su desdén oriental por la mujer sojuzgada. Era un árabe, para elcual no existían los sentimientos femeninos. La había tomado parasu placer y la conservaba para darse gusto, para que
lo divirtiera en susmomentos de descanso.
Para Diana, antes dellegar a África, la vida de un sheik árabe en el desierto habíasido una cosa sumamente vaga. El mismo término sheik era elástico.En Biskra le habían mostrado sheiks que regateaban para alquilarcamellos tiñosos y burros cubiertos de llagas, para realizar viajesal interior. Su mismo e infiel conductor de caravanas se hacíallamar así. Pero había oído hablar también de otros sheiksdiferentes que vivían lejos, a través de las candentes arenas;jefes poderosos con numerosos súbditos, que se parecían más a losárabes de su imaginación y de cuyas vidas tenía una idea sumamentevaga. Cuando no estaban ocupados en matar a sus vecinos los imaginabapasando días enteros bajo la influencia de narcóticos, aletargadossensualmente. Las fotografías que había visto en general fueron deviejos obesos sentados en cuclillas a la entrada de sus tiendas,atendidos por hordas de sirvientes y contemplando lánguidamente, conaire de mortal aburrimiento, a algún miserable esclavo que eraazotado hasta morir.
No había estadopreparada para la incesante actividad del hombre del cual eraprisionera. Su vida era dura, azarosa y atareada. Sus días estabanplenamente ocupados, en parte con los magníficos caballos que criabay en parte con asuntos de la tribu que lo alejaban del campamentohoras enteras. En una o dos oportunidades había estado ausente lanoche entera y había regresado al amanecer con todas las señales dehaber galopado de firme. Algunos días ella salía a caballo en sucompañía, pero cuando él no tenía tiempo o ganas la acompañabael valet francés. Un hermoso caballo tordillo de pura sangre llamadoSilver Star había sido reservado para su uso, y a veces sobre ellomo del brioso animal podía olvidar por un rato. Los momentos dedescanso eran menos frecuentes de lo que hubieran podido ser, y erapor las noches cuando Gastón se retiraba y se quedaba sola con elsheik, cuando una mano helada parecía estrujar su corazón. Y, segúnel humor que tuviera, él le hacía caso o la ignoraba. Exigía unaobediencia implícita a su menor capricho con la tiraníainconsciente de una persona que había estado siempre acostumbrada amandar. Gobernaba a sus indisciplinados súbditos despóticamente, yera evidente que al mismo tiempo lo querían y lo temían. Habíavisto ella incluso a su teniente Yusef amilanarse ante su ceño, queella había aprendido a temer.
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El Arabe
Roman d'amourEl poderoso y tan enigmático como las arenas del desierto, ella audaz y dispuesta a romper las reglas. La historia no es mía le pertenece a Edith M. Hull