La señora Rosa estaba convencida de que el mal olor provenía de afuera, del lado del patio donde lavaba la ropa. No había querido que sus vestidos se apestaran, así que los metió. Pensó que quizá Roro habría defecado en el patio, pero su caja de arena, ubicada en la sala, ya estaba sucia, y Roro siempre hacía en su caja de arena. Movió todas las macetas al interior de la colorida casa, sobrepoblada ya con motivos florales en las paredes, sábanas y cojines. Su casa siempre debía oler a flores y ese desagradable olor le molestaba al punto de no poder continuar con ninguna de sus actividades si no se deshacía de él. Sin embargo, después de buscar en vano por todas partes su posible procedencia, llegó a la conclusión de que la peste no se estaba originando desde su patio.
El primer lugar que se le ocurría dónde buscar era el piso de abajo. Hasta no hacía mucho, el lugar estaba completamente deshabitado. Sería normal que algo se hubiese quedado por ahí: algún químico, bolsa de basura orgánica o una rata muerta abandonada por uno de los gatos del barrio. Pero ahora el piso estaba habitado, así que lo lógico era que, de provenir la peste de ahí, los inquilinos ya se hubiesen desecho de él.
Sin tener todas consigo, decidió simplemente bajar a preguntar. Sabía que los habitantes del viejo piso eran una mujer joven y su bebé con pocos meses de nacido que a veces la despertaba en la madrugada con su llanto. Bajó con un regalo en la mano. Pese a que ya se había presentado como vecina, le parecía una grosería visitar sin un pequeño gesto hacia la familia.
Le abrió la puerta una mujer rubia y ojerosa. Su blusa decía papilla para bebés, pero sus ojos decían que no le importaba cuantas blusas se ensuciaran. Deslumbraban vida, y automáticamente Rosa se dejó contagiar por la buena vibra. En el fondo se delataba un hogar no muy decorado, pero predominante de elementos de bebé. Una televisión dictaba las noticias en la sala.
–Hola, Lily –la saludó con una sonrisa. Se apresuró a mostrarle su regalo: un pequeño recipiente con perfume ambiental de flores. Lily lo aceptó encantada y le agradeció.
–Pasa, pasa. ¿Quieres un café o algo? –le ofreció la joven mujer. La señora Rosa no se negó. Mientras Lily le servía la taza, se escuchó en la televisión la voz de un hombre comentando sobre un accidente de carretera. Un bebé fallecido.
–¡Ay, válgame! –exclamó Lily–. Qué horror, pobres padres. Qué tragedia, Dios me libre. ¿Te puedes imaginar algo así? Voy a apagar eso, qué pesadilla.
Rosa preguntó entonces por el bebé.
–¿Tu esposo lo está cuidando? Lily negó con una sonrisa.
–Estoy separada –le dijo–. Dejé a mi pareja porque descubrí que andaba con otra mujer. ¡Oh, pero no te preocupes! Ben y yo estamos muy felices, para serte honesta. El barrio nos recibió bien y todos han sido muy amables. Ben se quedó dormido hace rato, pobrecito. Estuvo llorando toda la noche, creo que ya le están saliendo sus primeros dientes y le duele. Pero en lo que duerme, estoy aprovechando para hacer el quehacer de la casa. ¿Tienes hijos? ¡Son un desgaste físico impresionante! Pero vale la pena, eso sí. Cada segundo. ¿Ah, no tienes hijos?
¿Y nunca quisiste tener uno? ¡Ay, si es tan hermoso!
Rosa se dejó arrastrar por el entusiasmo de Lily, que limpiaba platos y comedor mientras hablaba con ella y le contaba su incapacidad para procrear pero que disfrutaba cuidando criaturas ajenas. Cuando ya había olvidado la principal razón por la que había bajado, tuvo que excusarse para usar el baño.
–Al fondo a la izquierda. Nomás te encargo no le hagas mucho ruido al niño, por favor.
Al igual que el resto de la casa, el baño carecía de muchos artefactos de uso diario adulto. Los del bebé dominaban. Lily parecía ser una madre muy entregada y eso a Rosa le agradaba mucho. Pero al salir del baño de nuevo le arremetió el olor que antes tanto le molestó y que era la razón por la que estaba aquí. A lado, una puerta entreabierta revelaba una habitación oscura. Acercó la nariz. El olor provenía de ahí. Se dispuso a abrir la puerta cuando Lily llegó hasta ella.
–Oh, ese es el cuarto de Ben. Seguro sigue dormido.
–Perdón, es que me pareció que olía mal aquí adentro.
–¿Mal? No, no. Acabo de cambiarle el pañal, así que no debería oler mal.
–¿Puedo verlo? –preguntó Rosa, genuinamente curiosa por ver al bebé y por comprobar que era ahí de donde venía ese detestable olor. Lily aceptó encantada y abrió la puerta.
La única luz ahí dentro era una pequeña lamparita que giraba sobre la cuna del bebé y mostraba sombras de formas diferentes en el techo mientras cantaba una canción de cuna. Con la escasa luz se dio cuenta que era la única parte de la casa con esmero en su decoración. La pared pintada con jirafas y animalitos caricaturescos, área de juguetes, una andadera abandonada, peluches y cojines por todas partes, el piso tapizado de alfombra. Se acercó al bultito en la cuna. Pero lo que vio no era lo que esperaba ver. El olor era más fuerte ahí, muy, muy fuerte. Donde debía haber un bebé estaba una pequeña cabeza pálida magullada. Parecía que por dentro, el cráneo estaba roto. Un ojo no estaba del todo cerrado, estaba en blanco. Su piel ya no tenía color, y en algunas partes de las mejillas se veía oscuro. Pútrido.
Horrorizada, Rosa miró a Lily. Esta observaba el interior de la cuna con ternura.
–¿No es un angelito? Mira cómo duerme.
Lo tomó en brazos y la cabeza se giró en un ángulo imposible. Lily lo meció.
–¿Quieres cargarlo? Anda. No se va a despertar.
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Mal olor
KorkuCuento de terror Concurso Mentes literarias, julio 2018 Todos los derechos reservados