Ángeles y Demonios

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(Neyssi)


Cuando Neymar despertó y miró a su alrededor lo primero que reflejó fue desconcierto. Al parecer, no reconocía aquel entorno desierto, todo cubierto de arena y donde solo se veía una ciudad hacia el norte, tan lejos que los altos edificios parecían minúsculos. Hacia el sur se elevaba una sierra con sus montañas grandes y orgullosas. Hacía calor, y yo sabía que el metal de las vías del tren debía abrasarle bajo la ropa empapada en sudor y de delgadas costuras.

De repente, pareció reparar en mí e hizo un ademán de levantarse, pero las cuerdas que le rodeaban muñecas y tobillos le impedían ponerse en pie, o siquiera moverse. Estaba atado a las vías. Y la realidad pareció golpearlo en ese instante. Su cara se descompuso al momento que empezaba a forcejear con las cuerdas, inútilmente.

Le seguí mirando atentamente y... le sonreí.

—Desátame, por favor —suplicó, y eso me gustó—. En serio, no tiene gracia.

Pero no le respondí, seguí mirando su forcejeo en vano. Cómo el sudor abundaba sus ropajes blancos. Gotas del mismo acariciaban su frente y sus sienes cayendo del oscuro y corto cabello. Sus ojos, de un negro intenso, me miraban con demora, desconcierto, miedo..., todas esas emociones que su aroma desprendía. Y que tanto me excitaban.

—Tío, en serio, por favor ¿por qué? ¡Ayúdame! —Pero yo volví a sonreír—. ¡Joder!

Empezó a hacer fuerza con ambas manos, poniéndose muy colorado. Así duró unos minutos. No aparté la mirada hasta que por fin se rindió y empezó a jadear, lo cual hizo que me decidiera por fin.

Me posé sobre él, que empezó a patalear y a preguntarme «¿qué coño haces?». Pero yo hice aparecer por arte de magia un rollo de cinta adhesiva en la palma de mi mano, y sus ojos se abrieron como platos haciéndole perder el habla. Acto seguido, arranqué un trozo y le tapé la boca sin darle tregua a quejarse. Él empezó a gruñir y a moverse con más brusquedad, y es entonces, cuando hablé por fin:

—¿Quieres que te libere Ney? Muy bien, hagamos un trato. —Tras escuchar aquello, se quedó quieto. Aunque la desconfianza se asomó por sus ojos, que me miraban entreabiertos.

Me incliné hacia él y me quité los ropajes de color rojo obscuro, que también estaba sudados ya que el sol abrasaba en aquél lugar desierto. Luego comencé a secarle el sudor con ellos con sumo cuidado, del modo que una madre limpia a su hijo, mientras él temblaba de miedo y se aguantaba para no echarse a llorar. Le sequé las sienes, el cuello, el pecho y el abdomen. Bajo el hechizo de su atenta mirada, me llevé la camiseta a la cara y aspiré su aroma, dejando ir un suspiro de placer adrede para después lanzarle la sonrisa más diabólica que sé entonar. Después, me desabroché el botón del pantalón y dejé caer mi peso sobre él, apoyándome con los codos por encima de sus hombros. Sentí que todo su cuerpo se contraía y se ponía alerta, intuitivo.

—El tren vendrá en quince minutos —informé en un susurro, mientras le acariciaba el pelo, lo cual hizo que se pusiera aún más tenso y volviera a forcejear de otra vez—. ¡Cálmate! —grité con autoridad, y él se lo pensó un instante antes de volver a quedarse quieto, temblando—. Muy bien —reconocí sonriendo.

Dejé de acariciarle la cabeza para recorrerle el cuello suavemente con la yema de los dedos, recorriéndole los diminutos riachuelos que el sudor dejaba sobre su piel, sintiendo el tacto del discreto bello de su pecho y el latido de su sangre enloquecido sumado a sus tembleques y sollozos. Me sentía cautivado por el aroma de su miedo.

En un acto de valentía, volvió a patalear de nuevo y eso me obligó a soltarle tal bofetón que le giré la cara de golpe; dejándole la mejilla enrojecida como un melocotón.

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