El Monje Guerrero

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En un oscuro bosque del lejano Japón, un monje guerrero de las montañas permanecía sumido en sus meditaciones junto a una hoguera, tan inmóvil y silencioso como una estatua de Buda. Entonces hicieron su aparición dos hombres con aspecto de rufianes, que se dirigieron a él con suma cortesía (no porque sintieran un piadoso respeto hacia los religiosos, sino porque aquel monje llevaba una espada) y le preguntaron:

-Buen monje, ¿no habéis visto por aquí a una niña vestida de azul? Huyó de su casa y nosotros la estamos buscando por encargo de sus padres.

El monje respondió:

-No, no he visto a ninguna niña vestida de azul. Os ruego que prosigáis vuestra búsqueda en otro lugar y no turbéis más mi meditación.

-Eso haremos, señor. Bien sabemos que alguien de vuestra condición nunca mancillaría su alma con una mentira. Que la gracia del Gran Buda os acompañe.

Dicho esto, los rufianes se fueron y, cuando se extinguieron los ecos de sus pasos, el monje dijo, sin alzar mucho la voz:

-Ya puedes salir de tu escondite. Fue una suerte que te cayeras al río y tuvieras que quitarte la ropa para ponerla a secar. De ese modo no mentí cuando dije que no había visto ninguna niña vestida de azul. Ahora será mejor que te acerques al fuego y te calientes un poco.

Mientras el monje pronunciaba estas palabras, una niña de doce años salió de su escondite entre los arbustos. Aunque tenía el rostro pálido y demacrado, no carecía de cierta belleza. Se acercó tímidamente a la hoguera y se sentó frente al monje, quien le dedicó una sonrisa tranquilizadora y le dijo:

-Mientras te secas, ¿por qué no me cuentas tu historia? Seguramente no es la misma que me contaron esos hombres.

La niña titubeó durante unos instantes y luego dijo:

-Yo vivía con mi familia en una aldea de las montañas. Un día, mientras mis padres estaban trabajando en el campo, unos forasteros me raptaron para venderme a un prostíbulo de la ciudad. Algunos días después logré escapar y esos hombres me buscaban para devolverme al burdel. Y vos, señor monje, ¿qué hacéis en este lugar tan solitario?

El monje la miró con tristeza y le dijo:

-No siempre he sido monje. A lo largo de mi vida he sido guerrero, mercenario e incluso espía. Muchos son los pecados que pesan sobre mi alma, pero hay una cosa que puedo decir con orgullo: jamás he mancillado mi acero con sangre inocente. Sin embargo, una hechicera a la que maté profetizó, antes de morir, que algún día yo mataría a un hombre bueno. Aunque no creo mucho en los poderes de las brujas, decidí alejarme de las tierras habitadas y buscar refugio en los bosques, para asegurarme de que esa profecía jamás se hará realidad. De todas formas, no tengo ningún otro sitio adonde ir.

-¿Y pensáis quedaros en estos bosques para siempre?

-Quizá sí. Pero antes te acompañaré a tu aldea, pues el camino que te separa de ella es largo y peligroso. Ahora come y descansa. Mañana, cuando amanezca, emprenderemos el viaje.

-Muchas gracias, señor. Solo vos habéis sido amable conmigo desde que me secuestraron.

El monje no dijo nada más y se sumió en sombrías meditaciones, mientras la niña engullía su humilde cena con la voracidad de quienes han conocido el hambre. Tras una noche bastante apacible, el monje y la niña iniciaron su viaje. Atravesaron el bosque y llegaron a las montañas que rodeaban la aldea de la muchacha. Una vez allí, vieron que un reciente deslizamiento de tierras había bloqueado el camino, por lo que se vieron obligados a buscar una vía alternativa. No tardaron en descubrir un sendero medio devorado por la maleza, que aparentemente llevaba muchos años en desuso. El monje se lo indicó a la niña, pero esta palideció intensamente y dijo con voz trémula:

-Señor, ese es un camino muy peligroso, porque pasa cerca de una aldea maldita. Por eso nadie lo usa desde hace muchas generaciones.

-¿Pero qué es lo que pasa allí?

-Se dice que los habitantes de esa aldea no son seres vivos, sino fantasmas que se han levantado de sus tumbas para alimentarse con la sangre de los vivos.

-¡Estúpidas supersticiones! No tengas miedo y acompáñame. Todas esas historias sobre fantasmas que beben sangre son cuentos para niños. Y, aunque esos seres existieran realmente, yo sabría devolverlos a la tumba con mi espada.

Aunque la niña no parecía muy convencida, optó por fiarse del monje y seguir sus pasos. Durante las últimas horas del día atravesaron un lugar agreste y melancólico, donde ningún pájaro cantaba e incluso las plantas que crecían entre las rocas ofrecían un aspecto enfermizo. Ya era casi de noche cuando llegaron a una aldea aparentemente abandonada. Al ver aquellas casas medio derruidas, la niña le dijo al monje, sin disimular su terror:

-¡Por favor, no nos detengamos aquí! Prefiero pasar la noche entre las fieras de las montañas que entre los fantasmas de este lugar encantado.

Aún estaba hablando la niña cuando una figura esquelética surgió del interior de una casa y se abalanzó sobre el monje, rugiendo como una bestia enfurecida. Por suerte, este se hallaba más alerta de lo que parecía y tuvo tiempo de sacar su espada. El monstruo, empujado por su propio ímpetu, se ensartó en la punta de la espada y murió entre horrendos estremecimientos de agonía. Cuando examinó su cadáver, el monje reconoció que era una criatura horrible, pero no por eso dejó de intuir la verdad: aquel pobre desgraciado no era un fantasma ni un vampiro, sino la víctima de alguna terrible enfermedad, que había depauperado su cuerpo y su mente hasta extremos abominables. De todos modos, convenía irse de allí cuanto antes, pues era posible que aquel ser no estuviera solo. El monje se volvió para buscar a la niña, pero entonces se percató de que esta había desaparecido. Asustado, la llamó varias veces, pero la única respuesta que obtuvo fue un gemido procedente de un bosquecillo cercano. Armándose de valor, el monje penetró en la espesura y allí encontró a la niña, atrapada y amordazada por una docena de manos espectrales. Sin duda, los moradores de la aldea la habían capturado mientras uno de ellos atacaba al monje en una maniobra de distracción. Y, fueran cuales fueran sus intenciones hacia ella, desde luego no eran buenas. El monje era dolorosamente consciente de que él solo nunca podría vencer a media docena de monstruos sanguinarios, pero tampoco podía dejar de ayudar a la pobre niña. Entonces comprendió cuál sería su destino y se dijo:

-No es que yo me considere un hombre especialmente bueno. Pero es sabido que las profecías nunca se cumplen del todo.

El monje sonrió con tristeza y, en vez de atacar a los monstruos, se clavó la espada en su propio vientre. Los monstruos, enloquecidos por la visión de la sangre que huía de sus entrañas, soltaron a la niña y se arrojaron sobre el monje moribundo, gruñendo y babeando como perros hambrientos a los que se les arroja un hueso.

La niña aprovechó aquella oportunidad para huir de la aldea, mientras los monstruos devoraban el cuerpo de su salvador. Durante toda la noche caminó bajo la luz de la luna, llorando por el hombre que había sacrificado su vida para salvarla. Al día siguiente, llegó, hambrienta y extenuada, a la aldea donde vivía su familia. Ella estaba destinada a vivir muchos años, pero hasta el último día de vida se acordó de aquel monje, pese a que nunca había llegado a saber su nombre.

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