Cuando me encontraba en el auge de mi juventud, decidí salir de la comodidad que para mí implicaba vivir en una familia en donde no faltaba ni el pan ni el agua, y con mi título de médico en mano me subí a un avión y cruce el mar hasta llegar a continente africano.
Me inscribí como voluntario para luchar contra el Ébola, la malaria y la violencia; aunque para mí lo peor siempre sería la falta de comida.
Las personas caminaban dos horas en busca de ayuda médica, o desesperados por un plato de comida.
Un día conocí a un niño; su madre estaba ingresada porque tenía malaria, mientras esperaba que se recuperara, jugaba con un teléfono de plástico que alguien le había dado.
Parecía llamar a alguien con cara de preocupado y no aceptaba la invitación de ningún niño para ir a jugar.
-¿Es una llamada muy importante la que estás haciendo?- Le pregunté.
-Si, muy importante- Dijo el niño sin mirarme.
-¿A quién llamas?
-A Dios.
-¿Y te contesta?
-No, se ve que hasta acá la señal no llega- Reconoció.