Me encontraba sentado muy cómodo en el bondi de camino a casa, mientras miraba las abarrotadas calles de la ciudad de Buenos Aires.
En Buenos Aires hay mucha pobreza pero nunca me había parado a pensar la gravedad del asunto hasta que se puso el semáforo en rojo y el colectivo paró en la esquina de Avenida Callao.
Una madre y una hija cruzaban la calle.
La madre empujaba un cochecito, que seguramente hacía un par de años había pertenecido a la niña, pero ahora estaba lleno de bolsas de basura y botellas de plástico.
La pequeña, con la cara llena de tierra y mechones de pelo marrón rebeldes, también empujaba un carrito de plástico.
Aquel que mi sobrina usaba para jugar, simulando que iba de compras al supermercado, con la diferencia que en el carrito de la niña solo había cartones.
Fue en ese instante que vi a la madre como el futuro de la niña.
Y me enoje por eso.
La niña como un reflejo de la pobreza de su madre.
La niña como un reflejo de la pobreza del mundo.
La niña que parecía estar condenada a repetir la historia de su madre, con cochecitos llenos de basura y el estómago lleno de hambre.
En un momento me enoje y me imaginé a la pequeña en una casa con baño y paredes sin humedad, con un Estado que no la ignore, con una educación que la salve de los cartones, y un trabajo que le llene la panza de comida por las noches.
Solo cuando me la imaginé así logré tranquilizarme un poco, aunque por dentro sabía la fuerza de arrastre que tenía la pobreza.
Lucía Gallero