Capítulo 4

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Desde mi ventana puedo ver el limonero del patio de enfrente, ahí vive una viejita de esas como las que aparecen en los cuentos: con polleras floreadas, el pelo blanco, corto y con rulitos, la piel arrugada, los lentes en la punta de la nariz y una sonrisa amable. Es la abuela que hace postres riquísimos y unas comidas incomparables, la típica básicamente, pero se diferencia por su amada planta.
Es tan dulce que contrasta con la agriedad de sus limones. Increíblemente les da mil utilidades, suele regalarle a los vecinos y les adjunta algunas recetas por si no saben en qué consumirlos, gracias a ella descubrí que es una fruta muy versátil. Todas las mañanas sale con un carrito repleto de bolsas con limones, algunas para vender y otras para donar.
Tiene una fuerza impresionante la vieja, tanto física como de voluntad, nadie la ayuda pero parece feliz cuando sale a repartir. A veces escucho a sus hijos gritarle, no los entiendo ¿Por qué les molesta que su mamá esté alegre? Le dicen que está grande para trabajar, no saben que no es una labor, es su forma de mantenerse viva.
La última vez que la vi tenía cara larga. Yo esperaba que nos trajera el encargo, me asomé a observar su llegada pero sólo encontré a la vieja parada en su puerta, con los ojos llenos de dolor, el camisón rosa sucio con tierra y el cabello canoso todo despeinado. No vi el árbol. Cuando oí los chillidos enojados de su hijo mayor entendí que ellos lo habían sacado. Estaban tan ciegos que le quitaron su mayor gozo.
Los aromas nos recuerdan lugares, momentos e incluso personas. Cada tanto puedo sentir el olor a limón y sólo deseo que no signifique que usted está cerca.
Señora, en mi luz no está su limonero, quizá lo podamos disfrutar en la otra.
Le ruego que no venga, aún le quedaba mucho para dar.
Al menos antes de la luz.

Desde mi luz Donde viven las historias. Descúbrelo ahora