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Fue en aquel autobús que todo comenzó. Lo recuerdo muy bien. Ocupabas el primer asiento del lado derecho, y frecuentemente te volvías para hablar con una chica y un chico que iban sentados detrás de ti. Yo, sentado en la fila de la izquierda, detrás de un grupo de chicas risueñas, te observaba como desde un sueño. La realidad del mundo tal y como lo conocía estaba ahí, rodeándome, pero ¿quién eras y qué hacías tú en mi pequeño mundo, que aquel día volviste de cabeza? Como peregrino en mi remota tierra te vi, pero como amigo de toda una vida te sentí. Sonreías y todo se detenía. Hablabas y todo callaba. Tanta era la importancia que tú tenías para mí en tan beatífico momento que todo cuanto me rodeaba me era absolutamente indiferente.

Con todo el disimulo que me fue posible emplear, desvié la vista hacia otra parte y fingí abstraerme en el ya conocido paisaje que dejábamos atrás. En vano traté de ignorar todo cuanto hacías o decías; para mí no había nada mejor que debiera contemplarse. Había aguzado el oído para intentar escuchar más claramente todas las voces que se aglomeraban en el reducido espacio. Y difícil no fue diferenciar la tuya de entre las demás. Tu voz, que era suave y profunda, me hablaba de alguien inteligente, sensible, recatado, pero con un gran deseo de conocer el mundo más allá de las ideas. Tus gestos, tu sonrisa y la forma cómo escuchabas a tus amigos me retrataban, por otro lado, a un ser amable, leal, a quien siempre da gusto abordar.

Sonreí.

Joven, original y agradable; esas fueron las primeras palabras que me llegaron a la mente cuando cerré los ojos y traté de descifrar qué significabas para mí.

Aquel autobúsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora