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Al inicio de nuestro viaje en el mismo autobús el tiempo que compartimos se me había hecho asfixiante, valioso e interminable. Subí, me senté en el asiento que siempre escogía, coloqué mi mochila tras mi espalda para así dejar libre el asiento de la izquierda, a la espera de que alguien me hiciera compañía. Casi nunca nadie lo hacía, pero me gustaba fingir que no me importaba, o que era al menos educado al ofrecerlo. Pero no fue hasta que te conocí que todo eso dejó de tener sentido para mí. Ahora, maldecía el haberme sentado tan lejos de ti; no deseaba que nadie más que no fueras tú ocupara aquel asiento; y me entristecía saber que pronto el viaje concluiría.

Me emocionaba pensar que siendo tú nuevo por esta área recorrieras en el mismo autobús que yo todos esos lugares que me eran tan conocidos y queridos. En mi mente te daba la bienvenida a todos ellos y esperaba sinceramente que fueran de tu agrado. "Todo esto que ves soy yo —te diría, abriendo los brazos hacia la vastedad de los campos—. Estas casas, estas rocas, estos árboles, este viento, aquellos niños; todo soy yo y, por lo tanto, todo te pertenece... Te pertenezco." Eras real, coexistíamos en una misma realidad. Pero estando ya cerca el momento en que tendríamos que separarnos, no me quedaba nada más por hacer que mirarte una última vez y rezar para no olvidarte tan rápido. Y apenas percatándome de ello, me hallé recopilando en mi mente cada movimiento que hacías, cada mueca, cada sonrisa, cada guiño, y reanalizando a profundidad cada parte de tu cuerpo, como bien haría el padre que besa, abraza y mira repetidas veces a sus hijos y a su esposa para no olvidarlos nunca, pues sabe que probablemente no volverá de la guerra.

Intenté hacer acopio de fuerzas mandando al demonio mi maldita cobardía, al igual que los pensamientos pesimistas que asaltaban mi decidida resolución de ir a tu encuentro. Ya no se trataba solo de ir hacia donde te encontrabas porque me gustabas, sino porque creía que debía compensar mi error y pedirte perdón por lo que pudiera haber o no haber hecho. Era en lo único en lo que podía pensar. No soportaba la idea de que te fueras muy decepcionado de una actitud que no me correspondía y que mucho menos pretendí dirigirte... Pero decidí quedarme sentado un rato más y pensar en una mejor forma de abordarte.

Con cada parada que el autobús hacía, mi corazón daba un brinco, cerraba los ojos, apretaba los dientes y me aferraba al asiento. Ya no quedaban muchos estudiantes, los demás pasajeros eran en su mayor parte gente mayor o trabajadores. Me preguntaba cuándo diablos bajaría el hombre del overol. Para este punto ya no hablabas con tus amigos; el chico de atrás apoyaba su cabeza en el hombro de la chica, al tiempo que esta se mantenía absorta mirando las calles. Te mantenías ocupado mirándote las manos, bostezabas a menudo, te pasabas los dedos por el pelo. Luego, con un movimiento algo afeminado que sin embargo me encantó, rozaste con tu mano derecha tu barbilla y proseguiste a cerrar los ojos un momento para después dirigirlos hacia tu izquierda (no hacia mí), finalizando tu danza con el codo afincado en el marco de la ventana y a su vez tu mejilla posada sobre tu puño. Me cautivó esa teatralidad con que te desenvolvías, incluso para algo tan fútil como acomodarte en tu asiento para descansar. Se notaba que estabas cansado, y aproveché que cerraste los ojos (lentamente, con igual afeminamiento, como si estuvieran grabándote para una película) para contemplarte durante largo rato, con un gran nudo en mi estómago y sintiéndome el ser más desgraciado. Me di cuenta que me era mil veces más placentero observarte fingiendo dormir que todo aquello que yo pudiera imaginar. Vi realmente quién eras, y tal conocimiento me intimidó de tal forma, que por un fugaz momento te desconocí y supe que el verdadero tú, aquel que estaba exento de cualquier filtro que mi exacerbada imaginación pudiera aplicar sobre tu imagen, me encantaba más que aquel modelo de fantasía acartonado con el cual te había imaginado al principio. Incluso al notar ciertos defectos en tu rostro, como una leve sombra de barba o algunos pocos granos, mi fascinación seguía incólume. Tal anagnórisis me hizo sentir bien conmigo mismo, y hasta curó un poco el dolor de la culpa que acaso mi estúpida indiferencia te pudo haber provocado. Pero todo seguía igual. Seguíamos separados el uno del otro. Me frustraba que no te dieras cuenta de la gran batalla que se había librado en mi cabeza. Si no te volvías a mirarme una última vez y comprendías lo que sentía, todo habrá sido en vano. Pero no existía forma de llegar hacia ti sin verme como un idiota. No dudaba, sin embargo, que serías amable conmigo; supuse que quizá cuando me vieras todo vacilante, temeroso y sonrojado frente a ti, llegaría a interesarte, siquiera a inspirarte algo de maliciosa curiosidad por querer descubrir hasta dónde llegaba a afectarme tu influencia. Y ciertamente me conformaría con eso. Estaba igualmente seguro que tu sexualidad no sería un obstáculo. Pero las circunstancias, el tiempo, la timidez, las personas, el ambiente; en fin, nada pronosticaba una victoria o algo que se le pareciera. Cualquier cosa que hiciera no podría alegrarme o recompensarme con lo que realmente deseaba. Así que lo más osado que me permití hacer fue correrme de asiento cuando las chicas risueñas de adelante lo desocuparon al llegar a su parada. Al momento de hacerlo, sentí cómo el universo se burlaba de mi callado estado eufórico al dar un paso que me pareció tan grande y a la vez tan mísero.

Esperaba que te giraras a verme y sonrieras cuando comprendieras que me había sentado justo al lado de tu asiento para darte luz verde. Pero evidentemente no fue suficiente. Esperé y esperé. Nada. Cinco minutos después, tu amiga se inclinó y te tocó el hombro. Tú apenas giraste la cabeza hacia un lado para escucharla, dando inicio a la conversación.

No sé por qué ni cómo, pero aquello me hizo darme cuenta de que no podía forzar nada y que había malinterpretado todo a lo tonto. Estaba haciendo el ridículo. Me sentía el único estúpido que creía que esta clase de situaciones debían abordarse de esta forma. No podía hacerlo ni tú lo harías. Nada se podía hacer.

Lo había arruinado todo. ¿Cómo pude pensar que esto que siento por ti se dirigiría a alguna parte con solo desearlo con todas mis fuerzas? ¿Y por qué me era tan difícil encogerme de hombros ante esta desilusión en particular? ¿Por qué, a pesar de todo, me sigues importando? ¿Por qué no puedo superarte de una vez por todas?

Muy afligido al saber que ya era la última parada que el autobús hacía antes de llegar a mi casa, me deslicé hasta el asiento de la izquierda, justo cuando unas señoras ancianas subían con paso de tortuga. Con el pecho muy oprimido, dejé caer la cabeza sobre el cristal de la ventana. Cerré los ojos y, apretándolos muy fuerte, me obligué a serenarme. Pero estaba hecho un desastre. Me odiaba a mí mismo con toda el alma... Una pequeña lágrima se deslizó por mi mejilla, y fue a parar a mis labios. Al saborearla, sentí que todo un mar de tristeza se desataba en mi interior, y que aquella lágrima era el heraldo de un tipo de dolor tan profundo que me daba miedo siquiera pensar en ello. Tragué saliva y, con calma, exhalé lentamente por la boca.

Y entonces, pasó.

Creí percibir la presencia de alguien detrás de mí. Abrí los ojos y, al contemplar el cristal, distinguí el reflejo borroso de una persona que movía la cabeza. Segundos después, la persona ocupaba el asiento de al lado y se hundía libremente en él. Mi rodilla tocaba la suya. Lo sentí revolverse en el asiento, poniéndose cómodo. Me estremecí, y sostuve la respiración por espacio de siete segundos. Por un momento me quedé paralizado del todo. No podía ser verdad... Y una vez más el mundo se acalló en mi mente, y todo pareció correr en cámara lenta. Este tipo de cosas nunca ocurren en la vida real... ¿Qué estaba pasando? No creía haber efectuado un movimiento acertado: aquel que tú tanto esperabas. ¿No te habías vuelto en todo el tiempo que duró el recorrido porque aguardabas a mi señal? ¿Era eso? ¿Siempre lo fue? ¡Qué ingenuo había sido! ¡Por poco perdemos una gran oportunidad! Y fue este esperanzador pensamiento el que hizo nacer en mi pecho una alegría de tal magnitud que no evité sonreír como nunca antes, gozoso y agradecido por todo lo que había pasado.

Aquel autobúsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora