¡Préstame tu piel! SP4

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Me llamo Guilerme , Mo si te es más fácil. Y vivo mi vida sin limitaciones, hago lo que quiero, y no dejo que nadie me diga lo que tengo que hacer, porque me gané mi derecho de ser libre. Puede parecer que esté solo, pero sólo tengo que susurrar en el oído de alguna chica para que eso cambie. Aunque solo por unas horas, aprecio demasiado mi libertad, y una relación formal es sólo otra manera de encarcelarme.


Prólogo


Odio que la gente intente controlar mi vida, no me gusta que me digan lo que tengo que hacer con ella. Hay quién incluso dice que me resisto a las órdenes, pero sé que no es verdad. Estoy trabajando a las órdenes de otra persona, soy el último mono que llegó aquí, así que todos están por encima de mí. Pero lo primero sí es cierto, me fui de casa precisamente por ello.

Toda mi vida la pasé siendo el buen hijo, el que cumplía todos los deseos de sus padres, bueno, de mi padre, porque era él el que marcaba el ritmo al que el resto debíamos bailar. De niño no me importó, era feliz porque mi padre también lo era, pero cuando cumplí 16 me di cuenta de que no tenía nada que decir sobre mi futuro. Mi padre ya había trazado un plan para mí. Estudié ingeniería civil, como él quería, saqué notas excelentes y quise ir más allá, quise estudiar arquitectura, pero eso no era lo que necesitaba mi padre. Yo sólo debía convertirme en su reemplazo, el que asumiera el peso de la empresa familiar algún día, pero no el que tomara las decisiones, porque él ya dejó bien claro que él era el que mandaba, el que decidía.

Aguanté tanto como pude; incluso empecé a cursar las asignaturas de Arquitectura a sus espaldas. Por eso tal vez bajaron algo mis notas en Ingeniería Civil; quise abarcar demasiadas materias. Sacrifiqué mis horas de diversión por conseguir mis objetivos, pero eso no le importó. Mi último año se encargó de que abandonara todo rastro de la carrera de Arquitectura; me obligó a asistir todos los sábados a cenas familiares, aunque siempre eran algo más. En aquellas reuniones familiares siempre aparecían socios, amigos, conocidos o gente a quién impresionar, y yo era su gran trofeo para exhibir. Y pronto me di cuenta de que aquellas cenas, no eran solo eso. A veces acudían jóvenes de mi edad, otras veces chicas e incluso niñas. Y supe que ya no estaba solo controlando mis estudios, si no que quería imponerme amistades y además me dejó bien claro qué mujeres debía cortejar, porque serían excelentes esposas.

Fue por aquel entonces que necesité de algo más para liberar la presión, la frustración. Hay quien hubiese recurrido a las drogas, al alcohol; yo lo hice con un saco de boxeo. Machaqué tanto a ese cabrón, con tanta saña, que el dueño del gimnasio se fijó en mí y me propuso meterme en el mundo de la lucha. He de reconocer que me encantó la idea, no ya por ganar, sino por el hecho de soltar toda mi rabia, mi frustración, dando y recibiendo golpes. Allí éramos solo mis puños y yo. La lucha me dio la fuerza, no sólo física, para enfrentarme a mi padre, y un día lo hice.

Recuerdo aquella maldita cena. Era uno de esos sábados y mi padre estaba presidiendo la mesa. Había invitado a su nuevo socio con su familia. Y como siempre, se le llenaba la boca hablando de mí y mi brillante futuro en la empresa. Recuerdo muy bien la fecha porque me quedaba por hacer el último examen y tendría mi título en la mano. Los dos estábamos convencidos de que lo conseguiría, porque era la materia que mejor se me daba. Seguramente sacaría un sobresaliente con los ojos cerrados. Pero en aquel momento, mi humor estaba muy lejos de ser bueno, ni siquiera aceptable. Mi padre había bebido alguna copa de vino de más, quizás demasiado confiado de haber conseguido lo que quería de mí y viendo que me plegaba a sus exigencias, fue más lejos. Estaba claro que ambos hombres pretendían mantener su unión más allá de unos simples proyectos, porque la palabra fusión resonó en algunos momentos calculados.

La mirada del otro hombre se posó sobre mí con una sonrisa depredadora, como si calculara en su mente el valor que realmente tenía, y cuando miré a su izquierda, supe lo que había en su cabeza, en la cabeza de los dos. Su hija me miraba con deleite, como si saboreara de antemano un filete que se va a comer. Había visto esa misma expresión en las zorras que parecían haber encontrado al tipo con el que desfogarse esa noche y, entonces comprendí, que yo iba a ser su plato. Pero si bien la hija solo veía un buen trozo de carne, su padre y el mío veían un futuro matrimonio. La alianza perfecta. Miré su rostro con atención y supe que aquella chica me masticaría hasta sacarme todo el jugo y luego me cambiaría por un modelo más nuevo. ¿Y querían que me casara con ella? No; uno no se casa con una puta que te pondrá los cuernos incluso antes de que la tinta del contrato matrimonial se hubiese secado.

Entonces lo supe; supe que no iba a seguir con aquello, había llegado a mi límite. Me levanté de aquella mesa y le dije bien claro a mi padre que estaba fuera de aquel juego. Subí a mi cuarto, cogí todo lo que creía que iba a necesitar y salí de allí sin mirar atrás.

Y desde entonces, mi vida fue un camino de piedras puntiagudas, pero al menos era libre. No había permitido que nadie decidiese por mí. Si me equivocaba lo hacía yo solo; éramos mis aciertos, mis errores y yo. Yo tomaba mis propias decisiones, yo decía lo que iba a hacer, hasta que llegó ella y empezó a tratarme otra vez como un niño.

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