II

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Cuándo hui, cuál era mi vida antes de llegar acá, quién soy. Son cosas en las que tengo pocas ganas de ahondar. Me duele y me pone tenso el solo recordar quién era en comparación con quién soy.

Pero si quieren saber cómo llegué aquí, les cuento. Soy de familia de peones de campo, gente libre pero pobre que lidiaba con la vida campesina. Era el mayor de doce hermanos de un gañán y su señora. Vivíamos humildemente en un rancho en el este del país, una casa de barro y palos donde sobraba el hambre y faltaba la comida. A duras penas mi padre podía alimentar a ese grupo con su pega de labrador y acequiero. De mi infancia me acuerdo poco hoy, sólo sé que desde muy joven acompañaba a mi padre a sus labores, ayudándolo y aprendiendo del oficio. El uso del azadón y el rastrillo, el abrir y cerrar compuertas, el guiar los ganados ajenos, el cosechar y acarrear, fueron mi única escuela.

Pronto, me rebelé contra esa forma de vida. Envidiaba a los hijos de los patrones, los que no hacían nada más que estudiar o divertirse. A veces nos maltrataban, se mofaban de nuestro aspecto y nos hacían la vida de cuadritos. A veces aguantábamos lo más que podíamos, necesitábamos el trabajo y la paga. Pero eso no era vida. Tampoco era agradable el tener que caminar y caminar para ir de un lado a otro, a veces sin comer ni beber, llevando las herramientas cargando, ni llegar tarde y que la madre nos atendiera con evidente cansancio y a veces con un poco más que un caldo de hueso. Cuándo iba a ser libre, me preguntaba siempre. Sabía que si mi padre no podía seguir laborando iba a ser yo quien asumiera la carga de alimentarlos a todos.

Era una época difícil. Un país pobre, de caminos malos y distancias agrandadas. De lidiar con gente muy mala que maltrataba a todo el mundo. Barriales y pozas profundas si llovía, polvo sofocante en el verano. Ojotas de cuero de chancho, y de vez en cuando, eran lo único que tenía para recorrer esas rutas. De lejos yo veía a gente más afortunada que yo, vendedores, artesanos, zapateros, costureros. Gente que conocía eso de las letras y los números que yo nunca entendí. Gente que tenía un cultivo chico o un pequeño hato de cabras. Al menos tenía algo, nosotros casi nada. Nuestra rancha tenía un poco de patio pero no se podía cultivar. Nada. Vivir para otros era nuestra vida.

Una noche, tras una dura discusión con mi padre, y tras largo tiempo de desencuentros, me marché de casa. Me fui solo, caminando hasta donde mis pies me dieran. Nunca más volví a saber de los míos. Marchando y marchando llegué a la gran ciudad, que en ese tiempo no era sino una pila de casas junto a unos pocos edificios de no más de dos pisos y calles con piedras. Mis primeros días los pasé mendigando. Pidiendo un pedazo de pan por aquí, hurgando en los basurales por acá, pasando la noche en un recoveco o en la plaza. Nadie parecía estar preocupado de mí. Al final, conseguí un muy mal empleo como barrendero de una casa muy especial.

En la cuevaWhere stories live. Discover now