IV

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Otra vez los recuerdos. Mi pasado vuelve en forma de imágenes y sonidos.

Recuerdo los primeros días cuando llegué a la gran ciudad. De lejos parecía una maravilla de casas y edificios, de cerca era otra cosa. Una ciudad triste, de gente agria, que poco parece darse cuenta de donde está o por dónde pasa. Mis primeras jornadas fueron en invierno, durante un frío que llegaba hasta adentro. Las calles sucias y peligrosas, donde los carruajes transitan raudos frente a nosotros, salvo una que otra carretilla de bueyes que trata de hacer camino. Calles terrosas, de charcos, con hoyos por todos lados, salvo uno que otro tramo adoquinado. Yo era uno más de los vagabundos que pululaban en el camino mayor, ése que pasa por el frente del palacio real. Las plazas y parques eran sólo de nombre, eran más bien sitios eriazos con uno que otro árbol o arbusto, con manchones de pasto donde se ponían a los animales para comer y descansar. Las ferias se instalaban allí, los primeros días sobreviví de los desechos que quedaban de las ventas del día.

Mis primeras semanas en ese mundillo fueron duras. No había trabajo, o por lo menos no calificaba para ninguno. En todos pedían saber leer y escribir ¿qué es eso, se come? Mis ojotas se gastaban cada vez más de tanto ir y venir buscando alguna ayuda caritativa. A veces no me quedaba otra que mendigar, y a ratos llegué a robar. En una de esas tropelías caí preso. Estuve unos cuantos días adentro de una lúgubre prisión, donde pude por fin tener algo de comida y abrigo. Me soltaron rápido, y quedé de nuevo en la inopia. Otra vez a malvivir de las sobras de las ferias.

No tenía amigos ni conocidos que me ayudaran. Estaba solo, no atinaba a pedirle nada a nadie, la vergüenza era un sentimiento nuevo en mí. Le tenía miedo a la gente, algo que nunca antes había sucedido. O al menos, no en mi anterior vida.

Invierno duro fue ése. Eran comunes las fogatas a orillas de los caminos y calles, cuando no llovía de manera estruendosa. Vagos y maleantes se juntaban alrededor de esos improvisados fogones. A veces me metía en ellos, lograba aplacar el frío y tener algo que comer. Fueron tiempos muy difíciles no sólo para mí sino para muchos. Eran años de crisis, de sueños frustrados, de gente arruinada y que no le hallaba sentido a su vida. Llegaba la noche y en una plaza eran decenas los que dormían en los bancos o al pie de los arbustos, tapados con lo que podían. Yo a veces no dormía, seguía caminando en medio de esa oscuridad y recorriendo lugares que para mí eran fascinantes.

Así llegó la primavera. Oí que debido a la situación económica el gobierno estaba haciendo actos para dar empleo al millar de cesantes que pululábamos por la ciudad. Advertido por otro mendigo fui a una de esas oficinas que instalaron en la plaza mayor a dar cuenta de mi situación. Me dieron un papel, como no sé leer, le pedí a uno de los amanuenses que me explicara qué decía el susodicho. Me dijo que fuera a tal calle, tal casa, de tales caracteres, que recorriera un trayecto equis... intenté seguir sus instrucciones, y preguntando y preguntando llegué a una casona al otro lado del río. Una casona de color verde pardo, de un piso, de tejas y una sola puerta de entrada, bastante envejecida. Una señora de edad madura me atendió, le mostré el papel que me dieron, me hizo pasar. Me dijo que mi trabajo ahì sería barrer, limpiar, recibir a las visitas, entre otros. Como no tenía dónde pasar la noche, me habilitó un lugar en una bodega para que durmiera. Una condición me impuso: que no dijera a nadie qué ocurría ahí.

En la cuevaWhere stories live. Discover now