Declaración de guerra

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Lo vi por primera vez cuando era niño. Y el poder hacerlo desde entonces, parecería ser un don, al menos, eso es lo que algunos dicen, un don que quisieran tener. Pero yo, desde temprano, lo consideré una maldición.

Ahora mismo puedo verlo colgando de mi dedo meñique. Está atado ahí sin remedio, no me lo puedo quitar porque no lo puedo tocar, ni siquiera lo noto si es que no volteo específicamente hacia él. Y cuando era niño estaba ahí, colgando, corto y sin nadie del otro lado, mi hilo rojo del destino.

Al principio no comprendí la naturaleza de su existencia. Le pregunté a mi madre que era ese hilo que colgaba de mi dedo y porque, a diferencia del suyo, atado al meñique de mi padre, no tenía a nadie del otro lado.

Mi madre me sonrió, lo recuerdo bien, me acarició el cabello y me dijo que, seguramente, había estado leyendo mucho de nuevo. No comprendí, se lo dije, yo no tenía idea de que era aquello.

—Estás hablando del hilo rojo del destino, Tony, querido— su voz hizo una inflexión, como aquella que usan los docentes con sus alumnos—, y no se puede ver.

—Pero yo lo veo.

Mamá rió.

—Es una leyenda, cariño.

Pero, ¿no que las leyendas tienen algo de verdadero? En fin, tuve que buscar, por mi cuenta, más acerca del hilo rojo del destino. Fui con Jarvis, mi mayordomo.

—Así que puede verlo, joven Stark—me dijo al tiempo que ponía un plato con galletas recién salidas del horno sobre la mesa de su cocina, frente a la cual estaba yo sentado, como casi todas las tardes.

—Sí, Jarv, ¿por qué nadie más puede?

Jarvis ladeó el rostro.

—Debe ser un don—respondió, por él, su esposa, desde la estufa—. Así podrás encontrar al amor de tu vida cuando crezcas, sólo tendrás que seguir el rumbo de ese hilo.

—Pero mi hilo es pequeño y no hay nadie del otro lado.

Los esposos se miraron.

—Ustedes están atados—dije señalando el largo hilo que iba de Jarvis a su mujer, del otro lado de la estancia.

—En ese caso—dijo Jarvis— quizás tiene una misión en la vida.

—¿Cuál?

—Tal vez, unir a las personas.

"Unir a las personas", al principio lo creí. Pero no. Las personas cuyo hilo tiene a alguien del otro lado, tarde o temprano se encontrarán. Es ley. No necesitaban mi ayuda. Entonces, me pregunté, ¿para qué me sirve ver el hilo rojo del destino del mundo entero?

Con el tiempo, no sólo aprendí esa ley de los hilos rojos, también otras cosas. Por ejemplo, que no están atados desde el inicio. Vi a muchas personas que, como yo, tenían sus hilos incompletos, cortos e inertes en sus dedos meñiques; y que, después de un tiempo, de pronto, ese hilo se elongaba y alcanzaba otro. Así, de la nada, ¡pum! Ahí estaba su persona destinada. Aquel fenómeno sucedió más en la universidad, cuando las personas eran más maduras y tenían afinidades tales, que podían comenzar relaciones maduras.

Por supuesto que, saber eso, aunque me dio cierta tranquilidad de que, algún día, conocería al amor de mi vida; no me impidió enamorarme más de una vez. Al principio, con ingenuidad, creía que si me enamoraba y ese alguien se enamoraba de mí, nuestros hilos se encontrarían. Pero no, pronto comprendí que así no era como funcionaban las cosas. Sí, podía enamorarme, tener un noviazgo, tener sexo e, incluso, podía casarme, tener hijos y, aun así, no se trataría de mi persona destinada. Vi muchas parejas así, con hilos rojos incompletos paseando en carriola a sus hijos, a veces, uno de ellos ya estaba atado a alguien más, pero no lo sabía, o lo sabía, pero ahora no podía cambiarlo.

En contra del destinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora