El nacimiento del hilo rojo del destino

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Mientras Steve tomaba una ducha, intenté comunicarme con Pepper desde el teléfono del primero, porque el mío se lo había quedado Rhodey. Pero sólo escuchaba el tono de llamada hasta que entraba el buzón de voz e, incluso, en cierto momento ni siquiera dió tono. Suspiré. Estaba pensando, y con razones de peso, que Pepper no quería hablar conmigo. ¿Por qué querría hacerlo? Como veía las cosas, la había dejado plantada en el altar.

Eso me hacía sentir como una cucaracha. Quiero decir, cuando decidí ir en busca de Steve, mi idea era ser honesto y no herir más a las personas. Algo dentro de mi mente me decía todo el tiempo que también estaba haciendo algo bueno para ella. Pero la forma en la que estaba esquivando las balas del destino o, en este caso, comenzando a recibirlas sin objeción, no había sido la más amable.

—¿Todo bien?

Steve caminó hacia mí desde el pasillo, que daba a su ducha, hasta la sala. Se secaba el cabello con una toalla, mientras otra, mucho más larga, se enredaba en torno a su cadera. Era todo, casi se me cae el teléfono de la mano.

—¿Ya estás limpio? —pregunté estúpidamente.

Steve sonrió y dijo que nada más le había faltado afeitarse.

—Así estás bien—y es que sí, así estaba bien. Desvié la vista hacia Dodger, quien aguardaba en sofá echado, mirándonos alternativamente. Le acaricié la cabeza y me senté a su lado—. Intentaba llamar a Pepper. Pero, supongo que está tan molesta que no hablará conmigo.

Steve no dijo nada al respecto, se limitó a asentir y dejó de secarse el cabello, al tiempo que se sentaba a mi lado. Me llegó el suave aroma del jabón y el shampoo, y me sentí atacado por esas arritmias conocidas, esas que ahora podía interpretar correctamente. No necesitaba un electrocardiograma para descubrir cuál era el problema o, más bien, quién era el causante.

El nerviosismo de su cercanía se incrementó con el silencio, ninguno de los dos estábamos muy seguros de que decir ahora. Dentro de ese silencio, mis ojos tropezaron con las manos de Steve, sobre sus piernas, relajadas y quietas, sujetaban aún la toalla con la que se había secado el cabello. No pude evitarlo, busqué el hilo en su meñique.

Ingenuamente, había pensado que podía recuperar nuestro lazo, si me confesaba. Pero no. Su hilo seguía siendo el mismo pedazo inerte en su meñique. Fue descorazonador. Sentí un hueco horrible en mi estómago. Ya no podía hacer nada. El segador me lo había dicho: no tenía remedio. Desvié la vista y suspiré. Supongo que lo hice suficientemente alto, porque Steve volteó a verme, sentí su mirada sobre mí y al voltear a verlo, supe que había provocado una tormenta sin querer.

—Steve...

—Tony—me interrumpió y fue, ahora, él, quien desvió la vista—, no tienes que quedarte aquí. Puedes ir a buscarla, ¿sabes? No te preocupes por mí. Estaré bien.

Me crean o no, me sonó a despedida y me provocó un nudo en la garganta.

—¿De qué estás hablando? —intenté sonreír, bromear con el asunto— Yo vine a buscarte a ti, ¿por qué querría irme?

Steve se encogió de hombros.

—Tal vez, Natasha te dijo que estaba mal... no lo sé, Tony... yo...—suspiró y se puso de pie—. Voy a vestirme.

Lo seguí con la mirada cuando se encaminó a su habitación. Volteé a ver a Dodger, quien me devolvió la mirada con ese gesto triste, que yo digo que es más bien compasivo, que a veces tienen los perros.

—No me cree del todo, ¿verdad? —le pregunté y el me lanzó otra mirada idéntica—. Bueno, no puedo culparlo.

Respiré hondo y me puse de pie.

En contra del destinoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora