-Por su aspecto, toda tu ropa debe de quedarte grande -especuló-. En Nassau compraremos lo que puedas necesitar.
Antes de que pasara una hora, Anna estaba en el coche de Dan, rumbo a Londres, demasiado cansada para seguir protestando y con los ojos fijos en el perfil de él.
-Si el coche es alquilado, debe de costarte una fortuna -comentó pasado un rato- Hace tiempo que lo tienes.
Dan la miró, sorprendido por el comentario banal.
Quizá pensó que Anna se había vuelto loca.
-Lo compré a mi llegada.
-¿Cómo lo venderemos? ¡Tendremos que hacerlo a nuestra llegada a Londres!
Volvía a hablar como una niña, en plural. «¿Qué haremos con esto, Dan? ¿Qué les diremos, Dan?» Preocupado, él la miró de soslayo y notó que tenía las manos entrelazadas sobre el regazo.
-En este momento no me importa si lo abandonamos en la carretera -respondió enfadado. Le cubrió las manos con una 'suya-. ¡Duérmete, falta mucho para que lleguemos!.
-De acuerdo, estoy cansada, Dan.
-Muy bien -habló con voz extraña y ronca, y Anna quedó intrigada durante un rato antes de cerrar los ojos y quedarse dormida, con la cabeza apoyada en el hombro del escritor. El no vio la expresión desolada de la chica mientras conducía hacia el aeropuerto.
A Anna todo le pareció un sueño. Pasaron la noche en un hotel, y aunque ella trató de dormirse de inmediato, Dan llamó a un médico, que la examinó y la miró como si ella se hubiese puesto enferma premeditadamente. Diagnosticó fatiga y secuelas de un resfriado mal curado. Dijo que podía hacer el viaje, pero que tendría que descansar tan pronto como llegara a su destino. Dan escuchó al médico con el ceño fruncido y cuando el doctor salió, cerró la puerta y dijo que
él había hecho el mismo diagnóstico.
Por primera vez en mucho tiempo, Anna durmió relajada y profundamente. Cenó algo por complacer a Dan y lo siguió con la mirada cuando él apagó la luz antes de salir de la habitación. Estaba preocupada por todo: por la isla, por estar en el mismo sitio donde Dan había llevado a otras mujeres. Volvía a sentir unos celos infantiles, porque le resultaba difícil controlar sus pensamientos. Lo había querido mucho.
¿Cómo se sentiría ella cuando llegaran a la isla? Se hizo preguntas acerca del hijo de Dan. ¿Seguía viéndolo él? ¿Lo aceptaba como su hijo? Durante cuatro años Anna había pensado que Dan estaba casado y en ese tiempo ella había construido una vida basada en ese hecho. Era posible que Daphne fuera a verlos. Aferrada a las sábanas, durmió un profundo y
restaurador sueño.
Las islas parecían joyas dentro de un mar cristalino y verde, y las blancas olas lamían con su espuma la playa. Anna las observaba fascinada. Desde el aire, el paisaje era el paraíso soñado por todos: coral, mar y cielo. En ese momento, estaba tranquila y satisfecha, más de lo que había estado desde que Dan se había alejado.
-¿Puede uno ver la isla desde aquí?
Ilusionada, se volvió hacia su tutor y por primera vez en mucho tiempo, él le sonrió. Después, se mostró tenso y enfadado; era evidente que no la deseaba a su lado y que se impacientaba igual que ella por el asunto de la tutela. Por lo mismo, fue un alivio ver que la antigua sonrisa le suavizaba los ojos por un momento.
-No, es muy pequeña y queda en el horizonte. Si voláramos más alto, quizá la veríamos. Mide sólo cinco kilómetros cuadrados. Muchas islas son así; otras son más pequeñas.