Laura habría preferido tener un calendario de adviento para esperar el regreso de Ross a la ciudad. Así podría haberse comido una chocolatina diaria para lidiar con el estrés que le producía estar esperando su llegada.
Aquella mañana se dirigió al despacho cargada con un café extrafuerte, un bote de ibuprofeno y una falsa sonrisa en el rostro. Porque Ross llegaría en cualquier momento y empezaría a dar órdenes desde su pedestal. Ella tendría que enfrentarse a él por primera vez desde que… desde aquel día en el hotel. Se sonrojó nada más pensar en ello. Aquello había sido vergonzoso. Algo que no debía repetirse nunca más. Después de todo, había pasado veintiséis años de su vida sin sexo, así que sería capaz de pasar algunas semanas más con tranquilidad.
Quizá entonces, cuando todo estuviera arreglado, cuando Ross dejara de pasar por allí para reorganizar su negocio y molestar a sus empleados Laura podría enfrentarse al hecho de que debía buscar una pareja. Ese era el problema. Había esperado demasiado. Había permitido que el deseo que sentía por Ross fuera algo tan intenso que ninguna otra cosa fuera comparable.
Al menos ya había tenido relaciones sexuales. Y precisamente con él. Era una mujer moderna y no iba a permitir que Ross la hiciera sentirse avergonzada de sus actos. Estaba segura de que lo intentaría, aunque solo fuera para tratar de demostrar que podía dominarla.
Pues no, gracias. No permitiría que la dominaran. Abrió la puerta del despacho, y al ver quién estaba sentado junto al escritorio estuvo a punto de derramar el café.
–Ese es mi sitio –dijo con brusquedad.
–Me alegro de verte otra vez, agape.
–Ross –replicó Laura –, no intentes camelarme solo porque hayamos tenido relaciones sexuales.
–No se me ocurriría –dijo él, con una sonrisa.
–No, supongo que no. Eso implicaría que sabes cómo camelar.
–Has puesto mi mundo del revés. He visto a Dios. Me has destrozado, para mí ya no puede haber más mujeres.
Laura apretó los dientes para contener la ola de calor que la invadía cuando le escuchaba hablar. Sabía que era un cretino, así que sus palabras no deberían... respiró hondo.
–Vamos a dejar nuestra pelea dialéctica a un lado. ¿Has hablado con mi padre desde que le apuñalaste por la espalda?
–Sí. Por supuesto.
–Está enfermo. ¿Cómo pudiste hacerle eso a tu propio…?
–Tu padre no es nada mío. Yo no soy de tu sangre, agape. Y mejor así, en caso contrario lo que pasó entre nosotros estaría prohibido –afirmó Ross–. Cuéntame, Laura, ¿cómo está mi madre?
Ella arqueó una ceja.
–¿Cuánto tiempo hace que no hablas con Stormie?–Meses –respondió Ross encogiéndose de hombros–. Ella tampoco aprueba mi traición.
–¿Y tú sigues sin sentirte culpable?
–Tengo mis motivos –afirmó él con tono cortante.
–Estoy segura, pero ninguno será lo bastante convincente para mí ni mi familia. No importa cuáles sean. Y tu madre está bien –le dijo–. Anoche hablé con ella.
Le había resultado difícil hablar con su madrastra porque tenía muy presente el recuerdo de lo que había sucedido entre Ross y ella. Laura se sentía culpable y temía ser transparente. Por suerte Stormie quería hablar de sus propios asuntos y no pareció darse cuenta de que Laura no estuvo muy habladora.