9.

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–Si me permite decírselo, señor Lynch, desde hace algunas semanas está usted imposible.

–Aunque no te lo permita, ya lo has dicho, Alethea –dijo con tono duro mirando la pantalla del ordenador e ignorando a su secretaria.

–Es la verdad –insistió ella girando sobre los talones y saliendo del despacho.

Ross no alzó la vista hasta que la puerta se cerró tras ella. Maldita mujer. Siempre tenía que decir la verdad.

Debería despedirla y contratar a alguien más tonta, más dócil y más guapa. Al pensar en la palabra «guapa» solo le surgió un rostro en la mente. Por supuesto, aquella mujer tampoco era tonta ni dócil. Y estaba permanentemente en su cabeza.

Sobre todo en sueños. Se había despertado buscándola y ella no estaba allí. Porque él la había echado.

En aquel momento le pareció necesario. Necesitaba poner distancia entre ellos. Pero cuanto más tiempo pasaba sin ella, más se cuestionaba su decisión.

Después de todo, el asunto era la pérdida de control, pero echarla no había traído más control. Había apartado la tentación del camino, pero no había conseguido destruir el deseo que sentía por ella. Y por eso ahora sufría.

Se sentía como un adicto que necesitara desesperadamente una dosis. Le temblaban las manos, le sudaba la piel al pensar en saborear sus labios. En sentir su suavidad.

Una porción de aquella droga le había llevado a una adicción de la que no podía librarse. Así que tal vez ese fuera el problema. Cortar de raíz no funcionó.

Le había dejado preguntándose cómo sería poseerla una última vez. Perderse dentro de ella. Sentir las delicadas yemas de sus dedos recorriéndole la espalda.

Solo pensar en ello le provocó una oleada de deseo tan ardiente que estuvo a punto de caer de rodillas. Nunca antes se había sentido así. Nunca antes había sentido la necesidad de poseer y mantener a alguien.

¿Como el padre de Laura con su madre?

No, esto era distinto. Pero una cosa tenía clara: había pasado demasiados años negando su deseo. No seguiría así.

Cuando era un niño se vio forzado a vivir en la pobreza por culpa del padre de Laura. No volvería a someterse a la negación de sus necesidades. No pasaría una noche más sin Laura en su cama.

Laura estaba convencida de que se estaba muriendo. Hacía cuatro semanas que se marchó de Grecia, cuatro semanas desde que dejó a Ross, sin trabajo, rota y humillada. Al menos nada de todo aquello había salido a la luz.

Lo único que sabía la gente era que había sido sustituida en su puesto de Matte. Nadie conocía su relación con Ross, eso era lo único que la mantenía viva.

Su padre estaba muy disgustado con toda la situación, pero al menos no la culpó a ella. O quizá a Laura no le importaba. No sabía qué sentía. En tan solo un mes toda su vida había cambiado por completo.

Evitaba a su padre. Evitaba enfrentarse a la situación.
Todo lo que Ross había dicho, todo lo que le había contado sobre su padre se había asentado en ella, creando una duda respecto a todo.

No sabía cómo lidiar con ello en aquel momento.
Y luego estaba el asunto de haberse quedado sin trabajo.

Laura se levantó. El suelo se movió un poco bajo sus pies al incorporarse del sofá por primera vez desde horas. Estar en paro no era bueno para su elección de vestuario. Llevaba tres días en chándal porque no iba a ver a nadie.

–Estoy muy sexy –dijo cruzando el apartamento para dirigirse a la nevera.

La abrió y al instante se vio asaltada por el olor que venía de dentro. Arrugó la nariz. Algo no olía bien. Pero ella no solía guardar mucha comida en la nevera.

Fantasía prohíbida [Adaptada]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora