Bala de cañón

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Él la amaba. Ella no.
Fue muy clara y cálida al decírselo: «Eres un buen hombre, valoro tus
sentimientos y lamento no poder corresponderlos. No te dejaré puertas abiertas
porque tú mereces algo más que vivir colgado a una ilusión. Lo lamento, pero mi
amor le pertenece a otro hombre».
Una tarde, él se internó en lo profundo del parque. Pensaba en Miranda y su
delicado cabello rojo. Sabía perfectamente que ella tenía razón, y tampoco podía
reprocharle por amar a otro. Pensaba en su vida, en sus escazas alegrías, en su
soledad, en el amor no correspondido.
Nadie caminaba excepto él. Los árboles se preparaban para dormir, y la
oscuridad ya empezaba a dibujar sombras. El chico caminaba dejando que sus
pensamientos se atacaran entre sí, el nombre de Miranda jugaba a hacer ecos en
su cabeza. El amor era un sueño ajeno a él, sus palabras y poesías se volvían
carbón. Su vida estaba tan vacía que un solo renglón bastaba para describirla.
Entonces, de la nada y de manera abrupta, un grito de auxilio rebanó su
preciado silencio.
Su mente lo transportó de la tristeza a la acción en un rápido golpe. Su oído
siguió el rastro, y en un lugar cercano, halló a un hombre con un pasamontañas,
más alto y fornido que él, arrancándole la falda a una chica de no más de
dieciséis años.
Su primer reflejo fue buscar en los alrededores a otra persona. No había nadie,
su cobardía le aconsejó alejarse, pero él, con las piernas temblorosas y la voz
indispuesta, corrió torpemente en su intento de ayudar.
Se abalanzó sobre la espalda del sujeto con pasamontañas, tratando de
detenerlo, pero él se liberó con facilidad, impactando después un golpe en el
rostro del chico sin considerarlo una amenaza.
Aturdido en el suelo, la mente del muchacho le jugó una broma, arrojándole
pedazos de su vida: el rechazo, el mundo arrastrándolo a un rincón oscuro, la
manera en que todos le pasaban encima. «Le lloras tanto a tu soledad, y a todo le
pones una etiqueta de injusticia, porque en el fondo no quieres aceptar que es
culpa tuya. Culpas al mundo, pero el mundo ni siquiera voltea a verte.
Los demás te consideran insignificante, porque al mirarte a los ojos, se dan cuenta de
que así te sientes».
La rabia aprovechó su oportunidad para abrir una puerta que siempre había
estado cerrada, sus venas bombearon magma, y sus penas se amotinaron en uno
de sus puños, convirtiéndolo en una bala de cañón, la cual se estrelló contra el
rostro cubierto del agresor.
Éste cayó al suelo, el cual lo recibió antipático. Se levantó y abortó la misión.
Se alejó con un solo ojo funcionando, y desapareció usando la oscura tarde como
camuflaje.
La chica enrolló su cuerpo en el suelo y ocultó su rostro. El llanto le comió las
palabras, los gemidos eran su única forma de comunicación. Sólo quería regresar
a casa y convertirla en una guarida. El chico, aún con la mente desencajada,
prometió ayudarla. Sacó su teléfono, y empezó a presionar las teclas.
*
Después de correr por diez minutos, el hombre llegó a su auto y se quitó el
pasamontañas. Lo habían lastimado en serio y necesitaba ayuda. Sabía hacia
dónde conducir: iría a casa de su hermosa e inteligente novia pelirroja.
Se llamaba Miranda, ella sabría que hacer…

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